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«Tanto la izquierda como la derecha han alimentado el individualismo radical»

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Johan Wingborg
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31
mayo
2021
Victor Lapuente. Fuente: Göteborgs Universitet

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Johan Wingborg

«Muchos de nuestros enfrentamientos sociales derivan de la borrachera de narcisismo en la que vivimos». Esta es la tesis de la que parte el politólogo Víctor Lapuente (Chalamera, Huesca, 1976) en su libro ‘Decálogo para el buen ciudadano’ (Península), un ensayo que nace tras releer a múltiples autores clásicos y que propone diez reglas que permitan a la sociedad contemporánea abandonar el individualismo –fomentado durante años por las ideologías políticas– y abrazar la responsabilidad individual. Doctor en ciencias políticas por la Universidad de Oxford y actual catedrático en la Universidad de Gotemburgo, Lapuente nos explica vía Zoom las claves de esa ética para el siglo XXI orientada a recuperar, entre otras cosas, la idea de trascendencia. 

En el prólogo explicas que el propósito de este libro es que, cuando uno acabe de leerlo, se sienta mejor persona. Si no es un manual de autoayuda, como bien aclaras al inicio, ¿cómo definimos Decálogo del Buen Ciudadano?

Como un libro de anti-ayuda o de autodestrucción. Es un libro de reflexión y de ética, más que de política. En un inicio quería escribir dos libros, uno del estilo Ética para Amador, de Fernando Savater, que es el que me hubiese gustado leer a los 18 y en el que iba a recoger las lecciones que he ido aprendiendo en estos años y, otro, de naturaleza más política y similar al que escribí en 2015, El retorno de los Chamanes, donde hablo de populismos. A medida que iba leyendo a autores clásicos me di cuenta de que podía acabar siendo un solo libro que tuviese como objetivo contribuir de alguna manera a mitigar el problema de polarización y de división social que está presente en Estados Unidos, en Reino Unido, en Francia, en Cataluña y en muchos otros lugares. Creo que lo que necesitamos para curar el problema político y social es también un cambio de actitud individual y de ética, porque sin una buena ética no hay política.

¿Qué entiendes por buena ética?

No me refiero a una ética en el sentido que se le suele dar como sinónimo de «lo que es moral» o «lo bueno o correcto». Se trata de una ética entendida en el sentido clásico de construcción de carácter, de ser conscientes de que hay principios éticos que apuntan en direcciones contrarias y que debemos de alguna manera encontrar un el punto medio: la intersección entre ser prudentes y velar por tus negocios o ser capitalista y a la vez tener en cuenta la justicia social. El objetivo es encontrar el equilibrio entre las cuatro virtudes cardinales y las otras dos virtudes teologales. Un amigo me decía que lo que en realidad he hecho es rescatar a los pensadores del mundo grecorromano y a los teólogos cristianos medievales. Y ojalá, ojalá haya conseguido hacer una destilación muy particular de la sabiduría de estos pensadores, hombres y mujeres, para los que las pandemias eran el pan de cada día, y mostrar la expresión sobre el sentido que le daban a la vida y la manera que tenían de enfrentarse a divisiones sociales, no sé si tan significativas como las de nuestro tiempo, pero desde luego sí mucho más cruentas y sanguinarias.

«El populismo es una sombra que acompaña a la democracia desde sus inicios»

Sostienes que hemos perdido el sentido profundo de la vida en el momento de la historia en que vivimos con los mayores estándares de vida. ¿Por qué puede la ética devolvernos ese propósito trascendental?

Creo que la idea de trascendencia –de Dios y la Patria entendidos como dos ideales trascendentales– puede ser una cura para el alma, una ayuda para que nos entreguemos a algo que nos supera y nos demos cuenta de que lo que nos completa no es saciar nuestros deseos, sino ver que somos útiles para la sociedad. Esto no es, de lejos, un reclamo al Dios y la Patria tradicionales. De hecho, ataco duramente el concepto de religión entendida como superstición, que no es una cura para el alma, sino una droga para el ego. Esa es una versión que utiliza lo trascendental para beneficio individual y es la que crea división social y fomenta el narcisismo. Es la que te dice que tú eres parte de la patria, los que vienen en patera no lo son y, por tanto, tú eres superior. Hay quien me tachará de conservadurismo nostálgico, pero yo creo que la idea de trascendencia es la más progresista de la historia. Eso sí, que sea progresista no quiere decir que sea nueva. En la era Axial –que ronda el siglo V a.C.– coinciden en el espacio de una generación Sócrates, Confucio, Buda, Jeremías y otros pensadores. Creo que es ahí cuando se produce el descubrimiento de la trascendencia. Es lo que llamo yo el nacimiento de Dios como idea de trascendencia. No obstante, que eso ocurriera antes no quiere decir que esa idea pierda vigencia, sino que sigue estando de actualidad. El problema es que hemos caído en la tentación de enterrarla y buscar el interés personal o el tribal. Por eso creo que es importante, después de 2.000 años, seguir reivindicando la idea de trascendencia.

¿Por qué crees que no ha llegado a arraigar en nuestra sociedad?

Creo que mucha gente, quizá en especial la izquierda, sigue teniendo una visión lineal de la historia, de que vamos evolucionando también en ideas y que nada del pasado sirve. Se dicen: «Si ahora utilizamos coches y tenemos iPads, ¿para qué vamos a utilizar las ideas?». Eso es un error, porque una cosa es el desarrollo tecnológico y otra es el desarrollo de las ideas, que no cambian tanto con el tiempo. Russell decía que la historia es una lucha entre los que quieren cambiar las cosas y los que no, entre el conservadurismo y el reformismo. No obstante, yo también creo que hay una lucha interna histórica entre estas dos maneras de entender el mundo y de entender la religión o la espiritualidad: los que quieren esta idea de trascendencia y los que no. Y esta división subyace en muchos de los conflictos actuales.

Desasosiego, crispación, ansiedad o languidez -como recientemente nos recordaba The New York Times– son algunas de las características propias que nos definen como sociedad y que asocias, tomando como referencia crisis que han tenido lugar a lo largo de la historia, a un hundimiento moral. ¿Dónde está el origen de esta decadencia, de esa «moralidad vagabunda» de la que habla el filósofo Zygmunt Bauman?

Son muchos los factores. Es curioso porque normalmente se culpa a la tecnología y se habla de que las redes sociales han estado alimentando este proceso de de narcisismo y de individualismo. Y es cierto que en ese sentido no han ayudado mucho, pero creo que tienen cosas buenas, como que nos permiten conectarnos en cruzadas por la trascendencia, ya sean las del papa Francisco o las de Greta Thunberg. La tecnología es un catalizador, pero no la causa de fondo. En mi opinión –y ahí entra mi sesgo de politólogo– hay una cuota de responsabilidad muy importante de las ideologías políticas.

«La derecha ha matado a Dios y la izquierda a la patria, desatando ambas al Narciso que llevamos dentro». De esta manera sintetizas una de las tesis principales del libro, que defiende precisamente que nuestro egocentrismo es resultado de un proceso ideológico. ¿Cómo han podido las ideologías abocarnos a ese individualismo destructivo?

Este análisis es uno de los principales inconvenientes del libro: pensé que los de izquierdas iban a decir que soy un conservador nostálgico y los de derechas un antiliberal. Lo que he hecho fundamentalmente en el libro es conectar a muchos autores, tanto de izquierdas como de derechas. Y cuando analizas el trabajo de diversos historiadores, economistas, sociólogos, politólogos, psicólogos y antropólogos te das cuenta de que, tanto la izquierda como la derecha han alimentado el individualismo radical. El de la derecha es muy claro: es la neoliberal «revolución del 69», los Chicago Boys, el thatcherismo o la idea del greed is good (la codicia es buena). Es ese asumir de que somos homo economicus, guiados solo por el interés. Es ese «mata a esa idea de Dios y haz lo que quieras». Ahí es donde la democracia se acaba un poco y comienza a ser sustituida por ‘Berlusconis’, ‘Trumps’ o ‘Boris Jhonsons’, por no hablar de los que tenemos en España. 

«La idea de trascendencia es la idea más progresista de la historia»

¿Y el individualismo fomentado por la izquierda?

Ese es menos conocido, pero se inicia con la Guerra de Vietnam, con mayo del 68, con esa idea de la contracultura, de romper con las tradiciones, con aquello que nos une al pasado, como lo pudo ser el servicio militar obligatorio. Ambos, la izquierda en el 68 y la derecha en el 69, abandonaron la idea de trascendencia porque imponen la idea de la tabula rasa, de que aquí no hay leyes ni tradiciones. La derecha defiende que va a buscar maximizar el beneficio de su empresa y la izquierda busca acabar con la tradición, con los deberes que tradicionalmente había defendido. Deberes que ahora ha sustituido por derechos: todo se basa en expandir derechos. Basta ver como en su discurso de investidura de 2019, Pedro Sánchez empleó la palabra derechos en 35 ocasiones. Piketty habla de eso y dice que, cuando eres mayor de edad, ya no solo no vas a hacer el servicio militar, no solo vas a eximirte de ese deber, sino que te vamos a dar un derecho de 150.000 euros, por ejemplo. Eso es la culminación del proceso que pasa de los deberes a los derechos. 

«Con la aparición de ‘los mesías’, la política ha acabado convirtiéndose en una lucha cósmica entre el bien y el mal»

Si Dios ha muerto y también su reemplazo laico, la Patria –esos dos pilares trascendentales que tienen el papel de aglutinador social–, ¿qué nos queda? ¿Cuáles son los sustitutos?

El pilar religioso está y sigue estando. «God is back» («Dios ha vuelto»), escribían en un libro en 2010 dos editores de The Economist en el que hablaban del auge global de la religión. Eso me parecía entonces chocante y, ahora, no lo es tanto: estamos viendo como Dios está volviendo a muchos sitios y como están surgiendo en el mundo diversos movimientos espirituales. La influencia que tienen los católicos, desde Joe Biden hasta el papa Francisco no es menor. Pero luego existen otros movimientos, como el ecologismo, con el que hemos visto crecer a los partidos verdes. Te diría incluso que en algunos lugares ha habido un renacimiento del sentimiento patrio como reacción al nacionalismo que ha invocado Macron. El patriotismo y la religión llevan entre nosotros muchísimo tiempo y tienen más probabilidades de continuar, aunque estén pasando una crisis. En cambio, las ideologías políticas tienen una fecha de caducidad mucho más cercana que las de la religión o el sentimiento patriótico. En general, yo creo que hay una una gran demanda por lo espiritual y por llenar nuestro vacío existencial. Aunque, eso sí, hay lo que el escritor Yuval Noah Harari considera un fallo de interpretación: a veces en vez de buscar la satisfacción material, vamos a buscar la satisfacción inmaterial de nuestro yo. Y eso es un error, porque da igual que busques tu satisfacción en subir un post o en sentir el Nirvana, al final enfoque lo sigues teniendo en ti y no en algo que trasciende, por lo que va a ser un sentimiento claramente con fecha de caducidad. Si quieres que la paz espiritual sea perenne seguramente tienes que buscar ese ideal trascendental. Si el sentido del martillo es clavar bien los clavos, el nuestro es contribuir al bienestar de la comunidad de la Humanidad. Seguramente  eso sea lo que nos va a dar esa paz, esa ataraxia.

¿Y los nacionalismos, no apelan al sentimiento de comunidad y de pertenencia?

La distinción entre patriotismo y nacionalismo es parecida a la que hay entre Dios y superstición. El patriotismo consiste en entregar tu individuo al servicio de algo mayor, que sería la patria, y el nacionalismo, en cambio, se aprovecha de la idea de la nación para el beneficio individual. El nacionalismo se aprovecha del sentimiento y utiliza la nación como bandera para sentirse superior a, por ejemplo, esos inmigrantes que llegan al país. Otra diferencia es que el patriotismo tiende a unir, a superar la fractura, y el nacionalismo separa entre buenos y malos patriotas. Es un poco el ejemplo que aparece en una serie, en el que la cadena Fox hace que sus presentadores lleven, después del 11S, un pin con la bandera de Estados Unidos en la solapa. Eso, en realidad, es una manera de dividir y de decir que nosotros somos los de la patria y los de la CNN son comunistas. 

Decía el psicólogo y ensayista Steven Pinker (como bien recoges en el libro) que «la política se ha convertido en la constante condena moral de los rivales políticos». ¿Qué crees que radica en el fondo de la creciente polarización?

En un mundo de seres individuales, que están juntos unos a otros, que se tocan pero no se sienten –como se imaginaba Alexis de Tocqueville cuando le preguntaban cómo veía el futuro– nos encontramos en una situación de orfandad, de aislamiento. En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt cuenta que los jóvenes que se habían unido a las Juventudes Hitlerianas compartían precisamente eso: la soledad y el vacío espiritual. Esa sensación de estar faltos de identidad es lo que nos lleva a llenar nuestro vacío con lo que tenemos más a mano: la política. Tendemos a buscar un mesías político, un «vendebiblias», o un chamán que te vende fácilmente una historia de buenos y malos. Ahí es donde viene el problema de la polarización y donde la política acaba convirtiéndose en una lucha cósmica entre el bien y el mal. Me gusta poner este ejemplo, que es que si tú eres una persona que quieres un IRPF máximo del 20% y yo creo que debería ser 50%, pues bueno, podríamos llegar a un acuerdo y pactar el 35%. Sin embargo, si yo pienso que tú eres una neoliberal sin escrúpulos que estás al servicio de los poderes fácticos y que quieres matar a los pobres y tú, en cambio, piensas que yo soy un bolivariano peligroso, un comunista, un dictador y un totalitario, no vamos a llegar nunca a un acuerdo. La política es muy buena cuando adopta términos cuantitativos, pero si la disputa es una cuestión cualitativa entre el bien y el mal los acuerdos se complican. Esa religiosización, esa sacralización de la política explica esta posición cada vez más enconada por cosas absurdas. Es lo que se conoce como polarización afectiva, que hace que aunque estés de acuerdo con la otra persona, como sois del partido contrario, lo consideras el enemigo.

¿Es posible acabar con ese modo combativo? Dices en el libro que el problema es que pecamos, no de una falta, sino de un exceso de empatía.

Creo que para acabar con esto hay diez reglas que habría que seguir y que yo recojo en el libro. Sin embargo, en casos particulares la evidencia nos señala que ejercicios que hacen que te pongas en la cabeza y no en el corazón del adversario son particularmente provechosos. Lo hemos visto como solución a la transfobia, donde hay experimentos –algunos de ellos rodeados de gran controversia– en los que uno se imagina cómo es el día a día de una persona trans. Este tipo de ejercicios te permiten ver el mundo desde los ojos de una persona que tienes delante. Es algo bastante sencillo que se practicaban en el mundo clásico y que ahora, afortunadamente, los psicólogos están volviendo rescatar. No tiene efectos milagrosos, pero funciona. 

«La religión entendida como superstición no es una cura para el alma, sino una droga para el ego»

¿La sacralización de la política explica también el auge de los populismos?

Los populismos se han aprovechado de esa sensación de orfandad y de falta de identidad. Hay una documentalista que entrevistó tanto a yihadistas a como a supremacistas blancos y llegó a la conclusión de que no son las carencias económicas lo que impulsa a esta gente a unirse a grupos de fanáticos, sino las emocionales y afectivas. Estoy hablando de la exageración máxima del populismo, pero es interesante pensar que, cuando estás en casa y te sientes solo, tiendes a abrazar al primero que llama a la puerta. El populismo es una sombra que acompaña a la democracia desde el principio, aunque tenga mayor presencia en determinados momentos. Se aprovecha de esta circunstancia, aunque al final depende mucho de que haya emprendedores políticos capaces de recoger ese movimiento y darle una determinada forma.

El individualismo provoca ansiedad, la ansiedad ha catapultado el miedo y el miedo, la desconfianza. ¿Cómo afecta eso a la democracia? 

Los politólogos predecimos peor la evolución de la democracia que los economistas. Sin embargo, no creo que corramos el riesgo de que se colapse nuestro sistema democrático y adoptemos otro régimen. ¿Por qué? Porque no hay un modelo alternativo. Ni China ni Rusia han sido capaces de proyectar un modelo cultural que seduzca a la gente lo suficiente como para que opte por derrocar el sistema actual y abrazar otro. No creo que haya un colapso de la democracia, pero sí temo que hay una esclerosis de las políticas públicas, sobre todo de las políticas sociales. Una de las cosas que preocupa de que la derecha nacionalpopulista llegue al poder no es que vaya a recortar las libertades, sino que paralice el desarrollo de políticas sociales e impida que se impulsen medidas buenas que ayuden a la gente a superar esta crisis y corrijan la verdadera desigualdad económica. 

Al individualismo se le añade lo que el filósofo José Antonio Marina llama la creación de pequeñas tribus. ¿Cómo coexisten esas dos realidades?

Creo que una es la respuesta falsa a la otra. Cuando nos sentimos huérfanos tenemos una necesidad tan fuerte de apego y de identidad, de sentirnos parte de un grupo, que mucha gente se adhiere a una tribu que te ofrece una identidad rápida; te dice: «Tú eres blanco, o eres español, o eres cualquier cosa».

Paradójicamente, contra el narcisimo sistémico propones recuperar la responsabilidad individual.  ¿Al final ser un buen ciudadano depende de cada uno?

Me llevó mucho tiempo de reflexión poder criticar el individualismo y, por otro lado, alabar la responsabilidad individual. Sin embargo, me di cuenta de que el individualismo nos puede abocar a la irresponsabilidad individual, porque nos endiosamos tanto que, si las cosas no nos salen bien, echamos las culpas al otro, al de fuera. Es entonces cuando caemos en el victimismo, que es la otra cara del narcisismo. Uno de los comentarios que recibí sobre el libro es que yo me paso el día pontificando desde el ámbito académico sobre que, para cambiar el mundo debemos modificar las instituciones públicas, y que ahora, con el libro digo que tenemos que hacer un cambio ético individual. Yo respondí con una escena de un libro que leí después, 4321, de Paul Auster, en que un chico tiene dos novias: una revolucionaria que se va Berkley a cambiar el mundo y luego otra que es católica, estudia medicina y por las noches atiende al teléfono de la esperanza. Sobre la segunda, Auster escribe que es como la primera, que también quiere salvar el mundo y salvar vidas, pero no todas de golpe, sino una a una. Esto es lo mismo: si este decálogo sirve para salvar vidas, familias o parejas, de una en una, pues fantástico. 

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