Cultura

«El ‘otro’ sigue siendo el mismo: el irreductible, el enigmático, el que nos da miedo»

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26
febrero
2021

«Una de las primeras experiencias del exilio es un ruido, un desplome, aquel que se produce cuando un cuerpo, en la prisa de la evasión, se da de bruces con un muro que separa dos espacios, no importa si reales o ficticios». Con estas palabras da comienzo ‘Una poética del exilio’ (Herder), obra en la que Olga Amarís Duarte (Madrid, 1979) imagina un encuentro en el destierro de dos de las pensadoras más relevantes del siglo pasado: Hannah Arendt y María Zambrano. Esta doctora en Filosofía y traductora lleva años estudiando con lupa el pensar y el sentir de la alemana nacionalizada estadounidense y de la española. Y de su fascinación por las dos mujeres, voces de su época, surge un libro sobre lo que pudo haber sido y no fue, que va hilando las grandes enseñanzas de ambas para dibujar unos anhelos y una realidad que bien podía darse en la actualidad.


En Una poética del exilio llevas a cabo un diálogo intelectual entre Hannah Arendt y María Zambrano. ¿Cómo resumirías ese encuentro en el exilio de ambas de haberse producido?

Mucha gente me pregunta por el atrevimiento de crear algo ficticio de dos personas que realmente existieron, pero surgió solo. Empecé a leerlas por separado y, poco a poco, sus voces se fueron mezclando hasta convertirse en una sinfonía. Al final, me di cuenta de que al libro le faltaba algo: ellas. Y me permití la licencia de dejar de ser una copista de sus voces y casi liberarlas de mi mano e intenté, al final del libro, reproducir la voz de cada una en el timbre de cada cual. En una entrevista con el filósofo y crítico literario Jesús Moreno Sanz hablamos precisamente de que ellas no se habían encontrado, pero que habían coincidido físicamente en París. Él me contó que María Zambrano sí que conoció a Simone Weill y, curiosamente, a pesar de que un cronista querría pensar que surgieron millones de conversaciones y temas interesantes, no mostraron ningún tipo de simpatía la una por la otra, ni siquiera de interés. Y esto era lo que a mí me preocupaba: ¿realmente hubieran tenido algo que decirse Arendt y Zambrano? A lo mejor en ese momento de exilio incipiente en 1939 no: María Zambrano acababa de irse, su obra en el exilio todavía no estaba desarrollada y Hannah Arendt también llevaba poco tiempo fuera. Por eso las sitúo en 1964: ahí seguro que hubiesen tenido muchísimo de lo que hablar. Ese encuentro lo escenifiqué en la estación de Portbou, el lugar idóneo por lo que representa: lo que es transitorio, lo que se marcha, lo que viene… Y lo que ellas hacen allí es cuestionar temas universales. La obra de Hannah Arendt y María Zambrano es un cuestionamiento continuo de temas universales que son históricos, cíclicos y reversibles. Lo que quise dar a entender en ese último diálogo es el estupor de ver que todo su trabajo de reflexión en realidad sigue siendo válido a día de hoy. Tal vez los fantasmas de los que habla Zambrano son diferentes: en nuestra parte del mundo ya no hay ese totalitarismo amenazante –que adquiere otras formas que pasan más desapercibidas–, pero hay otros males. Justo cuando lo escribí la pandemia estaba en sus inicios y era inevitable pensar que era aquel otro desconocido que suponía una amenaza tremenda. Reflexioné sobre qué dirían ellas si leyeran los periódicos y viesen cómo todos los Gobiernos y mecanismos burocráticos estaban actuando frente a esa amenaza del otro. Porque este sigue siendo el mismo, aunque con otra forma: es el irreductible, el desconocido, el enigmático, el que nos da miedo. Su encuentro se resume en ese estupor de ver que los mecanismos humanos siguen siendo los mismos y, sin embargo, quise dejar un mensaje de esperanza al final, una llamada a ese reflexionar que es un imperativo en la obra de ellas.

«La obra de Arendt y Zambrano es un cuestionamiento continuo de temas universales, históricos, cíclicos y reversibles»

Dices que, pese a las diferencias de base entre ambas, es fácil encontrar sus confluencias. ¿Cuáles serían esas «cruces del exilio» de las que habla Zambrano y que la acercan a Arendt?

Toda la poetización que hace Zambrano del exilio es preciosa: habla de la cruz del exilio en su sentido místico, con clara influencia de la metafísica de san Juan de la Cruz y el viacrucis –ese proceso arduo de tener que transitar, llevando una carga– que es necesario, obligatorio, que hay que recorrer hasta el final. También tiene un componente salvífico, puesto que la cruz está unida simbólicamente al árbol de la vida del paraíso y a la fruta roja que de él nace –que no es otra cosa que la sangre de Cristo–. Esta es la doble simbología de la cruz que se mantiene en el discurso de Zambrano: cruz como carga y como escalera de ascensión. En realidad, es esa necesidad de traspasar el exilio o esa propedéutica de este. En Hannah Arendt lo encontramos como una instrumentalización de una experiencia que, en principio, es una crisis, pero que enseña una lección de vida que no tiene nada que ver con la razón lógica. La cruz del exilio –que también aparece en la mística– se convierte en flor, da frutos y se transforma en la manzana. Hannah Arendt habla de esa figura del paria –como vanguardia consciente, que no es más que el exiliado judío por antonomasia– que es el único capaz, después de haber llevado la cruz del exilio, de construir una nueva realidad. También el exilio se configura como lugar de la hermenéutica, aquel en el que es posible observar la realidad con una mirada oblicua.

Dice la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich que «la guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras». ¿Ocurre lo mismo con el exilio?

La guerra no tiene rostro de mujer de Alexiévich llegó a mis manos de forma accidental y cuando lo estaba leyendo me di cuenta de que ellas también hablaban de algo similar. Y por eso su exilio es diferente al contado por los hombres, y es imprescindible hablar de su condición de mujer. No me canso de oír hablar del feminismo de María Zambrano y Hannah Arendt, aunque no me atrevería a decir si fueron o no feministas, porque ellas no se declararon públicamente como tal. Es más, si uno realmente lee sus escritos, sus obras y sus exposiciones públicas pensaría lo contrario, que hay casi un antifeminismo. Prefiero pensar que fueron unas adelantadas y que, a lo mejor no concordaron con los feminismos de su época, pero sí con los nuevos feminismos posmodernos, como el de la diferencia de Luce Irigaray o la Librería de Mujeres de Milán, basados en ese ser mujer es diferente. El exilio de ellas sí que tiene esa connotación de que ser mujer es bello.

Entonces su condición de mujer influyó en su exilio y en su pensamiento.

Tanto Arendt como Zambrano son muy peculiares y paradójicas: defienden posicionamientos de la mujer muy conservadores cuando ellas hicieron en su tiempo lo que les dio la gana y lo que sintieron que debían hacer, ya no como mujeres, sino como individuos. Esa sustracción de todo el andamiaje social que produce el exilio hace que ambas se religuen con su condición de ser humano, más allá de marcas biológicas o de género. Pero hay una entrevista de Hannah Arendt con Günter Gauss que define muy bien cómo ellas sintieron, vivieron y pensaron su condición de mujer. Ella dice que «el pensamiento del hombre quiere anclar, dejar marca; el pensamiento de la mujer siente placer en el propio proceso de pensar y de extenderse», es decir, no es tanto la procreación del pensamiento, sino el placer del acto creativo. Y eso lo encontramos en ese pensar femenino, del que María Zambrano también habla bastante. Cuando leemos ahora A propósito de la grandeza y servidumbre de la mujerla reacción es un «cómo pudo decir esto sin ruborizarse», porque realmente sí que defiende esa postura servil frente al hombre. Ella piensa que la mujer debe ser un ser intermediario, y justamente esa posición es la del exiliado, que está en el margen, en lo periférico, en lo fronterizo… En eso se resume el pensamiento de la mujer para ambas: es el que se gesta no en la razón canónica –que en aquella época era totalmente masculina–, sino en la razón poética. Es un pensamiento que surge al margen, y como es del margen se puede permitir ciertas licencias que la razón no puede. Para Zambrano estas serían religarse a la mística, a los sueños, a la filosofía y a la política. Arendt habla de poesía, de política, de religión entendida como religación con lo otro, de la imaginación creadora… El pensamiento reflexivo femenino de ambas permite cierta unión entre el pensar, el vivir y el sentir.

Entonces, ¿cuáles fueron los colores de su exilio?

Más que colores hablaría de matices, o a qué suenan los pensamientos femeninos del exilio de Hannah Arendt y María Zambrano. Y suenan a un saber amalgamador, a muchos contrapuntos. Edward Said dice que el exilio es el arte del contrapunto, porque varios mundos se enfrentan: el exiliado es aquel que tiene que hacer malabarismos para que todo confluya en algo que sea digerible. Ese es el pensamiento de ellas y tiene mucho que ver con ser mujer. Tal vez María Zambrano no lo conociera, pero hay muchas cosas de ella que me recuerdan a las teorías de Erich Neumann en La gran madre: él dice que la mujer –aunque yo prefiero hablar del pensamiento de la mujer– es como una vasija, un contenedor alquímico en el que se meten distintos saberes, sentimientos y realidades, y ella es capaz de crear o transformarlo en algo nuevo. Eso es también de lo que hablan ellas: un pensamiento contenedor de distintas realidades para crear algo muy propio que, además, nos remite a la necesidad de creación en el exilio.

«Los feminismos de Zambrano y Arendt no concordaron con los de su época, pero sí con los posmodernos»

«Todo exilio tiene una faceta de conquista y todo exiliado es un conquistador en potencia que irrumpe con su conspicua diferencia en una sociedad que, en principio, cree no necesitarle», escribes. Con setenta millones de desplazados forzosos en el mundo, ¿es posible optar por la opción de Arendt y Zambrano de crear un mundo que salga «al encuentro del recién llegado»?

No sé si es posible, pero desde luego es deseable y el intento de llegar hasta allí es necesario. De hecho, creo que para ellas también. Su pensamiento no tiene que entenderse tanto como una línea de acción, sino como lo deseable. Hablamos del exiliado, pero bien podríamos hacerlo del inmigrante y de las nuevas formas de desarraigo. Siempre se habla de que la diferencia entre el exiliado y el inmigrante es que el segundo se va por algo que no es forzoso, pero habría que cuestionarse si eso es así. Recordemos que la necesidad económica es una especie de obligación. Por eso, es necesario formular nuevas políticas de la hospitalidad. Los grandes retos que plantean las filosofías de Hannah Arendt y María Zambrano son la inclusión del otro y la comprensión de lo incomprensible –el otro como nuestro reflejo invertido, que da miedo, pánico–. La filosofía de Zambrano se basa en la piedad –entendida como una comprensión amorosa de lo que es incomprensible a primera vista–, en esa necesidad o, como dice Arendt, ese salto deliberativo hacia las barandillas o más allá de ellas, ese ir a contracorriente, hacia el otro como sea. El intento es necesario. Si es posible o no es otra cuestión, pero que hay que intentarlo para no caer en lo que ellas dicen, en las banalidades.

«Estar en el mundo es estar en desarraigo», dices en el vídeo de presentación de tu libro. ¿Será capaz el ser humano de encontrar algún día ese arraigo, esa conexión con el mundo y con el otro?

El ser humano es por naturaleza un ser desarraigado, un extranjero, casi es una condición ontológica. Hannah Arendt le dice a Karl Jasper en una carta que su segundo libro La condición humana en realidad se iba a llamar Amor mundi, porque en 1958 ella ya ha terminado su exilio, ya es ciudadana estadounidense, su voz tiene poder político y social… Por eso escribe: «En gratitud a un mundo al que tal vez demasiado tarde aprendí a amar». Ese amar, si lo entendemos en Arendt, quiere decir sentirse como en casa, en un lugar en el que nacemos como extranjero y en el que siempre lo seremos en virtud de nuestra singularidad. Más que una necesidad de arraigarse es una aceptación de esa condición de desarraigo. También haciendo una relectura de Arendt, Giorgio Agamben, con su gran formulación del homo sacer, habla un poco de lo mismo: de ese ser humano que en realidad crea entelequias o construcciones que son fallidas y que han demostrado su falta de rigor y de actualidad en el presente y en el futuro con la creación de los Estados-nación, el concepto de ciudadanía… Realmente, lo deseable no es encontrar un arraigo, sino acabar con esos monumentos que hemos creado para arraigos ficticios. Es un poco kantiano este cosmopolitismo que entiende que el ser humano, en su condición de ser desarraigado, tiene derecho a transitar libremente por un mundo que le pertenece en virtud de su nacimiento como ser de este planeta. Relacionado con esto, es interesante pensar cómo sintieron Arendt y Zambrano las raíces. La primera dice que pensar y recordar son las formas que el ser humano tiene de echar raíces. Estas son móviles, van a flote, no dependen del nacimiento: el ser humano en su transitar por este mundo las va acumulando. Me interesa mucho esa idea no de arraigo, sino de aceptación de esa extranjería de ese exilio ontológico y emanante del ser humano. No podemos salir de él porque somos, dentro de nuestra pluralidad, seres individuales. El encuentro con el otro es siempre con un extranjero que nos revela, a su vez, el reflejo en inversión de nuestra propia extranjería. Sería más interesante entendernos en un arraigo en desarraigo.

Escribes que «la gran enseñanza que se desprende de la teoría de la crisis de Arendt y de Zambrano no es otra que el descubrimiento del antídoto que subyace en toda época de conmoción social y moral». Pero ¿en qué consiste ese antídoto y cómo se podría aplicar a la realidad del siglo XXI?

Cuando escribí el libro, estábamos en pleno azote de la pandemia, y pese a que no ha pasado tanto tiempo, ahora estamos aprendiendo a vivir con ella. No hemos sido conscientes, pero hemos aprendido a llevar la nueva situación, y esa es una lección que ellas, en el exilio, también tuvieron. Su obra trata de aprender a llevar la cruz de la que hablábamos antes. Ese es uno de los antídotos: el aprender a plantarle cara a lo otro, que no es aceptación, sino comprensión. Hace poco en Twitter leí a alguien que se quejaba de los discursos de algunos filósofos contemporáneos como Slavoj Žižek, Byung-Chul Han o Franco Berardi que hablan de una instrumentalización de la crisis para sacar algo positivo de todo esto, de un repensar. Este tuitero decía que eso no sirve de nada, que son moralistas absurdos, y que lo que hay que hacer es sentir, sufrir lo que estamos haciendo. Esa es una opción, pero me parece más productivo lo que Arendt y Zambrano proponen: vivir la situación, sentirla y reflexionarla hasta sus últimas consecuencias, también el dolor. Porque el dolor –como en la tragedia griega– tiene su momento de catarsis, que es siempre conversión, construcción y creación. El antídoto, por tanto, es la reflexión en toda su magnitud. Como dice Jesús Moreno Sanz, María Zambrano es la filósofa de la esperanza, de la aurora que surge tras la noche. A Hannah Arendt le ocurre lo mismo o, si no, qué es su obra Personas en tiempos de oscuridad: hasta en los tiempos más tenebrosos de nuestra historia hay ciertas existencias que, con su luz o su roce de ideas para que surja algo, son capaces de darnos esperanza. También el antídoto es la esperanza, la creación a partir de la ruina… es una enseñanza, y debemos entender que la historia es cíclica y reversible, es decir, el que está en una posición volverá a estar en la otra. Y ahí entran las políticas de la hospitalidad: entender que esta dialéctica entre el huésped y el anfitrión no siempre va en una dirección, sino que también se revierte.

«El ser humano, como ser desarraigado, tiene derecho a transitar libremente por un mundo que le pertenece»

Para estas dos pensadoras «el único ser humano capaz de salvar a la humanidad de su ceguera es aquel que, pese a las mil tentaciones de una época bárbara e inhóspita, logra mantener a salvo, y a flote, una concepción íntegra de la justicia». ¿Quiénes son los justos para Arendt y Zambrano? 

Los justos son los bienaventurados de María Zambrano o los decentes de Hannah Arendt. Esta última dice en una carta a Karl Jaspers ya en el exilio que «la única existencia decente es aquella que se desarrolla en los márgenes de nuestra sociedad». La decencia o la justicia de la que hablan ellas tiene que ver –aunque no haya una concordancia directa– con la justicia tal y como la entendemos nosotros: el bien y el mal. La justicia, la decencia o la bienaventuranza tiene que ver con el sujeto que es incapaz de ir en contra de su moral. Por eso Sócrates aparece en su pensamiento: se toma la cicuta porque es incapaz de hacer lo que él piensa que tiene que hacer. Esa es la figura del justo. Hannah Arendt la entiende en relación con el nacionalsocialismo: al hablar de los justos dice que la única persona en la que uno puede confiar a la hora de la verdad es la que –y no tiene que ser la más buena– en la rutina normal nos chirría por ser demasiado metódica, poco flexible, pero en ese momento crítico de la historia es quien va a decir no a hacer algo que va en contra de sus principios y de lo que considera que está bien o mal. El justo es la persona incapaz de disociar sus pensamientos de sus actos, y también de su sentir. En María Zambrano es igual. Muchas veces, para poder llevar ese tipo de vida bienaventurada o decente, te tienes que ir a los márgenes.

¿Es posible vivir en los márgenes?

Mucha gente lo está haciendo ahora con las redes. Cuando te bombardean con esas ilusiones que son estas plataformas digitales que acaban de surgir, hay que encontrar el equilibrio entre la riqueza que suponen para que el sujeto que, en sí, no tiene carga política pueda expresarse y lo ficticio o ese mundo paralelo que se está creando. Ahí, en el centro, es muy difícil encontrar la decencia: las redes son un arte de la fascinación, del maquillaje, de la máscara… no es «la vida desnuda» de la que habla Hannah Arendt o «el ser descarnado» de María Zambrano. Eso no lo encontramos en el centro de la sociedad y, por eso, hay que irse a los márgenes. Es posible encontrar a ese Gobierno de los justos, pero hay que irse a una posición periférica. La cuestión es si lo deseamos.

Si la amenaza es un catalizador de cambio y la crisis puede ser creación y fundación de una nueva realidad; cuando la pandemia pase, ¿viviremos en una nueva realidad o volveremos a la normalidad de antes?

Este saber de la experiencia que se ha ido infiltrando poco a poco en nuestras vidas sin darnos cuenta se va a quedar. Se ha instalado en la normalidad y, como dijo Aristóteles, es la segunda piel que es el hábito. La no consciencia de que hemos adquirido un nuevo hábito –higiénico, de trato con el otro, etc.– lo veo en las generaciones más jóvenes. Ya nadie va a volver a ser como antes. Nosotros, aunque imperceptiblemente, hemos cambiado nuestra concepción. Algo esencial ocurrió y fue un antídoto muy terapéutico: nuestro estado de bonanza, que muchos pensaban que era ininterrumpido –o que habíamos llegado a un momento en el que ya nada podía agredirnos–, se vio amenazado. La amenaza está ahí, en cualquier momento llega y nuestra insignificancia es latente. Sin embargo, tenemos la capacidad de aprender y habituarnos. Esto es esencial y no lo vamos a olvida y va a formar parte de nuestra forma de enfrentarnos al futuro, de no dar nada por hecho y pensar que en cualquier momento nos podemos fracturar. Ese aprendizaje ha sido sutil para unos y dramático para otros, pero se ha instaurado en nuestro día a día, además del ejercicio del cuidado de sí (epimeleia heautou) que se ha establecido en nuestras vidas. En cierta forma, nos hemos reconciliado con nuestra fisicidad, le prestamos mayor atención, se ha convertido en nuestra aliada en vez de enemiga. De igual manera, puesto que este cuidado es integral (mente, cuerpo, alma), la obligación de gestionar el tiempo de más del que disponemos, en algunos casos, ha contribuido a la creación de una tecnología del yo al sentido de Foucault, que promueve una mejora de las propias facultades: el aprendizaje de idiomas, buenas lecturas o cursos online. Eso se va a mantener al igual que el cuidado extra con las personas mayores o el lavarnos las manos al volver a casa.

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