Sociedad

Estaban ahí: producción y consumo para sociedades resilientes

Tras una crisis sanitaria que ha dejado al descubierto la precariedad, debilidades y fortalezas del sistema, ¿seremos capaces de reconstruir unas sociedades que permitan el bienestar de todos respetando las diversidades, las pluralidades, los ciclos de la vida y de la naturaleza? ¿Podremos reorganizarnos para protegernos de las crisis ecosociales presentes y futuras?

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14
abril
2020

Hay modelos productivos y de consumo que generan «círculos viciosos» de precariedad e insostenibilidad que ahora se evidencian mostrando las violencias, tensiones estructurales y contradicciones del actual sistema económico capitalista, exacerbado por el neoliberalismo, cuyo eje o centro no es la vida, si no una lógica extractivista (de recursos, trabajo, materias primas, etc.), de acumulación del capital y maximización del beneficio, que no tiene en cuenta las conexiones ecosociales imprescindibles para ella, que exige constantes sacrificios sociales, humanos, ecológicos y de cualquier tipo, sacralizando un crecimiento económico que miden indicadores miopes, chatos y desfasados (como el PIB) que solo observan una cara de una realidad compleja multidimensional y multifacética, construyendo una economía suicida que ya vivíamos previamente a la pandemia del COVID19 y de la que esta es otra nueva muestra reveladora.

Afortunadamente, existen modelos que crean «círculos virtuosos» de resiliencia que respetan las ecodependencias e interdependencias necesarias para sostener la vida que tan claramente también se ponen de manifiesto en esta crisis. Muchos siempre estuvieron allí, porque derivan de las lecciones que nos da la naturaleza, que se regula por sí misma si le damos un respiro (como también hemos podido apreciar) y que respeta la lógica de los cuidados, que es la de todos y todas.

El planeta tiene límites biofísicos que hemos sobrepasado: Global Footprint Network indica que consumimos recursos terrestres equivalentes a 1,7 tierras al año, es decir, consumimos y producimos por encima de la capacidad del planeta para renovarse, y WWF apunta que para 2030 serán dos tierras, y para 2050 tres. Incluso el neoliberalismo, adalid de la libertad y la propiedad privada sin límites, los tiene. Ahora lo percibimos más claramente porque los mercados, en cambio, no se autorregulan. Como alega el Nobel Joseph Stiglitz en El informe Stiglitz que confeccionó con la comisión de expertos financieros de la ONU con motivo de la crisis de 2008, tal afirmación es un oxímoron: solo se vuelven más voraces buscando exclusivamente su máximo lucro, construyendo sobre el suelo fangoso de la acumulación y maximización del capital de unos pocos, castillos de naipes globalizados que benefician a una élite mínima, sin atender la dimensión social y medioambiental, que cuando se derrumban, arrastran a la mayoría mundial.

Preguntas para una mayor resiliencia, respuestas que siempre estuvieron ahí

La cuestión hoy, más que nunca, es cómo construimos y articulamos sociedades resilientes que permitan el bienestar de todos respetando las diversidades, las pluralidades, los ciclos de la vida y de la naturaleza. Cómo organizamos nuestras comunidades para protegernos de las crisis ecosociales presentes y futuras, que se acentuarán con más virulencia, como numerosos informes de expertos y científicos vienen apuntando desde hace décadas.

La precariedad y las fortalezas del modelo productivo han quedado al descubierto, nacional y globalmente, aunque también siempre estuvieron allí. Actualmente vemos más diáfanamente sus conexiones y disfunciones, y la tarea ahora es poner en común qué condiciones propician esos círculos virtuosos, qué modelos productivos y de consumo generan más resiliencia en nuestras sociedades. Cuestionarnos cómo y por qué perdimos servicios y bienes comunes, cadenas de producción, de abastecimiento y estilos de vida que ahora nos hacen aún más vulnerables. Reflexionar qué fórmulas redistribuyen mejor la riqueza, generan mayor bienestar individual, local, nacional y mundial. Cómo se puede desacelerar y a la vez construir sosteniblemente son incógnitas que también siempre estuvieron allí, porque esta desaceleración abrupta que padecemos, por mucho que bajen las emisiones y nos guste ver cómo los animales se acercan a los núcleos urbanos, o que aparezcan delfines en la turistificada, gentrificada y paralizada Venecia, no es deseable por las tremendas repercusiones sociales que tiene en los más desfavorecidos, como siempre.

Son preguntas ambiciosas y algunas tienen respuestas. La naturaleza nos da constantemente masterclass de resiliencia, es la «multinacional» que más puede presumir de ella, pese al expolio y ataque persistente; la que más merece nuestro apoyo desde la producción y el consumo porque favorece la sostenibilidad de la vida, no solo la del capital, para no caer en los mismos errores de siempre al salir de esta nueva crisis, y de las que vendrán, porque nuestro sistema económico se nutre de ellas.

La tarea ahora es poner en común qué modelos productivos y de consumo generan más resiliencia en nuestras sociedades

Un microorganismo ha evidenciado que la naturaleza se rebela veloz, por esa aceleración que hemos insuflado los últimos cuarenta años de neoliberalismo. Durante ellos hemos cuadruplicado la producción y el consumo de bienes y servicios, hemos liberalizado y avivado ferozmente una economía y unos metabolismos productivos extractivos, intensivos y especulativos que lo mismo mundializan crisis financieras que éxodos humanos, extinciones o pandemias. Muchas de estas últimas, vienen derivadas del aumento del consumo de proteína animal y de una ganadería industrial, perteneciente a una agroindustria que genera supervirus y superbacterias –en España, el 84% de los antibióticos se destinan a ella–, un fenómeno global que está perfilando el desarrollo de bacterias resistentes que según la OMS causará más muertes en 2050 que el cáncer.

Otras respuestas no siempre estuvieron presentes, por lo menos en la práctica, pero ahora sí lo están. Son modelos que han emergido las últimas décadas, en paralelo a las diversas emergencias globales, y que hoy se muestran imprescindibles cuando la alarma es tan evidente y hemos adquirido una radical consciencia de nuestra vulnerabilidad, cuando creíamos que controlábamos el entorno, todopoderosos en nuestra sociedad de consumo, con nuestros móviles, tablets, ordenadores y plataformas digitales –que, a menudo no dejan de ser otra forma de economía extractiva, en este caso, de datos y privacidad– que dibujan un futuro cercano de mayor vigilancia y control.

Modelos productivos y de consumo para crear sociedades resilientes

Etimológicamente, la palabra economía deriva del latín oeconomia, y previamente del griego oikonomía –dirección o administración de la casa–, formado por oikos (casa) y nomós (reglas, leyes, administración). Es, por tanto, la ciencia social que estudia los recursos, la creación de riqueza y la producción, distribución y consumo de bienes y servicios para satisfacer las necesidades humanas, que nuestra Constitución, como muchas otras, recoge que debe ir encaminada al bien común.

Decía Naomi Klein, en una reciente entrevista, que esa normalidad tan deseada a la que volver es una inmensa crisis: «Necesitamos catalizar una transformación masiva hacia una economía basada en la protección de la vida», apostillaba. Precisamos un cambio sistémico –que también estaba pendiente– que haga real el mantra sesentero de «piensa globalmente y actúa localmente» para descubrir cómo podemos armonizar intereses diversos, incluso divergentes y reflotarnos hacia el bienestar común; cómo ponemos en valor los sectores de cuidados, invisibilizados pero imprescindibles; de qué manera aplicamos la biomímesis no solo para diseñar el velcro o imitar a los pájaros para fabricar aviones contaminantes, si no para cerrar ciclos productivos en una economía circular ecológica basada en el cuidado y la reparación.

consumo

Sedimentar estas prácticas son parte del futuro de nuestra resiliencia, respuestas que pueden adaptarse a cada territorio, a cada entorno, poniendo la tecnología, los aprendizajes, el capital y las políticas públicas también a su servicio:

Proteger lo común. Sin ello somos terriblemente frágiles ante cualquier emergencia porque también nos proporcionan cuidados, como la sanidad, la educación, la justicia y demás servicios públicos, e instituciones, pero también nuestra biodiversidad o las tradiciones agroalimentarias. Es acuciante promover más políticas públicas que universalicen el acceso a los derechos fundamentales y que el Estado sea garante de los mismos, que apoye iniciativas resilientes, les ayuden a saltar de las escalas micro actuales a otras que no desborden los límites planetarios. Desplegar políticas fiscales redistributivas proporcionales que fortalezcan la cohesión social, también alianzas publico-privadas no solo con multinacionales –las 500 más grandes mueven, aproximadamente, un cuarto del PIB mundial y el 70% del comercio global pero sólo ocupan al 0’05 de la población del planeta–, sino con las pymes que generan el 65,9% del empleo nacional y contribuyen más a la hacienda pública. También alianzas público-sociales que apoyen economías no articuladas solo en la consecución del rédito, que tengan criterios socioambientales (como la Economía Social y Solidaria) que desde hace mucho tiempo también han estado ahí.

Es acuciante promover más políticas públicas que universalicen el acceso a los derechos fundamentales

Potenciar los sistemas alimentarios territorializados. El sector primario, tan denostado, nos da de comer. Hemos visibilizado más y mejor sus cadenas de producción, de abastecimiento, los eslabones más necesarios y frágiles y precisamente los más precarios, que más debemos proteger. Una alimentación sana y sostenible, accesible a todos, como propone el Pacto de Milán entre otros, no solo ahorra costes sanitarios, por su capacidad preventiva de dolencias y patologías («que el alimento sea tu medicina», afirmaba Hipócrates, padre de la medicina) sino que además permite un desarrollo sostenible como han recordado recientemente el grupo de expertos en cambio climático de la ONU, la prestigiosa publicación científica The Lancet y muchos otros especialistas. Debemos aplicar prácticas agroecológicas regenerativas y de permacultura que disminuyen el calentamiento global, el deterioro del suelo y del medio rural que imprimen los modelos productivos intensivos agrícolas y ganaderos, origen de muchas pandemias (gripe aviar y porcina) y de unas plagas que los monocultivos padecen más que los policultivos.

La agroecología (propuesta incluso por la FAO) no sólo aplica criterios ecológicos a la producción, sino también formas de comercialización, distribución, producción y consumo justas, a través de circuitos o canales cortos de comercialización como los mercados locales, la venta directa, el pequeño comercio, las cooperativas y grupos de consumo, o los supermercados cooperativos, que persiguen pagar a los productores y productoras un precio justo por su loable labor, porque siempre están ahí. Una agricultura local, urbana o rural, cuyos lazos campo-ciudad también se han revelado imprescindibles.

Apoyar el consumo nacional, local, de cercanía, lo más sostenible posible. Por cada cien euros gastados en una gran superficie solo un 14% se queda en la comunidad donde se inserta –por sus políticas fiscales y de maximización del beneficio– mientras que si los gastamos en el pequeño comercio es un 45%. Ahora más que nunca, nuestra economía, las pymes y autónomos necesitan nuestro consumo para reforzar nuestras economías locales. Posibilidades que están ahí, como la compra pública por parte de las administraciones locales y nacionales, una gran herramienta ejemplarizante con la que pueden gestionar las necesidades de los servicios públicos para fomentar praxis y modelos productivos sostenibles.

Relocalizar cadenas de producción vitales. Alimentarias, textiles, sanitarias o del tipo que sean, como las energéticas de renovables descentralizadas, que permiten desintoxicar el medio ambiente y pierden menor energía en su transporte, propugnando una menor dependencia de los combustibles fósiles –la mayor causa del cambio climático, con graves impactos sociales derivados de los conflictos y la corrupción que generan–. Con esto, se crea empleo y un tejido productivo de calidad que nos haga capaces de resistir y adaptarnos a los cambios procurando una mayor redistribución de la riqueza.

Corregir las disfunciones de la globalización y deslocalización. Haber globalizado y deslocalizado cadenas de producción y abastecimiento vitales nos vuelve dependientes de mercados, oscilaciones y precios especulativos, algo que también hemos observado prístinamente durante esta crisis pandémica. Asimismo, las economías de exportación actuales depauperan a los pueblos de sus recursos, les obligan a exportar cuando sus necesidades no están cubiertas, atentando contra su soberanía (alimentaria, etc.). Por ejemplo, aunque España sea el máximo productor de agricultura ecológica de la UE, la mayoría se vende fuera, mientras importamos, y nos quedamos, con productos de inferior calidad para nuestras poblaciones, un fenómeno global en los países del Sur que lleva mucho tiempo ahí. Es necesario promover un comercio justo que ya existe desde los años 70 –aunque sólo sea el 1% del comercio mundial– que acabe con las asimetrías e injusticias para pequeños y medianos, que imponen los Tratados de Libre Comercio e Inversión y las fugas de capital, con reglas de juego que atiendan las singularidades respetando los modelos de vida locales con criterios socioambientales.

Es necesario promover un comercio justo que acabe con las asimetrías e injusticias para pequeños y medianos

Replantear las urbes. En muchas ciudades el número de contagios ha sido mayor, quizás porque, como apuntan diversos estudios, la pérdida de biodiversidad y la contaminación afectan a nuestro sistema inmunológico y generan más problemas respiratorios, entre otras problemáticas de salud. Con las poblaciones urbanas en aumento, urge pasar de los actuales monstruos demandantes de energía y recursos, con niveles crecientes de contaminación y residuos, a ciudades con barrios autosuficientes, energías renovables, autoconsumo y edificios de consumo energético casi nulo, que posibilitan las casas pasivas y la bioconstrucción, que también existen desde hace décadas. Necesitamos un urbanismo que otorgue protagonismo a la vida comunitaria y a la ciudadanía, no a los coches, consciente de las interdependencias esenciales para la vida; que se reconcilie con la naturaleza –zonas verdes, jardines y bosques comestibles, cubiertas verdes– y favorezcan la relación de las urbes con el entorno rural y lo dignifiquen, accesibilizando que las personas puedan migrar a él; que recupere prácticas rurales que se pueden llevar a cabo en los barrios y vecindarios; que creen un tejido productivo y comercial de cercanía, cohesionado y robusto que devasta el modelo de las grandes superficies y la gran distribución online. E incluso con formas de gobernanzas locales, conectadas globalmente de forma justa, la tecnología lo permite. Existen experiencias diversas de ecociudades, ecobarrios, o urbes y municipios en transición, como lleva décadas promoviendo Rob Hopkins, de las que podemos y debemos aprender porque también están ahí.

Finanzas éticas. Que respeten los límites biofísicos y devuelvan el sentido real a la palabra economía, que contribuyan a desacelerar los sectores menos sostenibles y que no obstaculicen, sino que posibiliten, las transiciones ecosociales sin dejar a nadie atrás, además de reconstruir los sectores secundario y terciario bajo criterios socioambientales.

Pilares de resiliencia

Para todo ello son precisos cambios culturales y personales, asuntos que, otra vez, siempre estuvieron allí. Hoy son más relevantes y que se deberían apuntalar sobre unos principios de justicia social y ambiental, así como sobre una cultura del cuidado, que muchas iniciativas, colectivos y ciudadanos (que han estado y aún están ahí) vienen defendiendo:

  • El bien común, el bienestar y la vida digna en el centro del modelo económico. Comprendiendo la finitud de los recursos terrestres y de la vida, para respetarlos. Por mucho que la sociedad de consumo y el universo digital nos imbuya en un hiperlink infinito de satisfacciones materiales e individuales que, cuando el suelo frágil del sistema se resquebraja bajo nuestros pies, nos damos cuenta de que ni son tan necesarias, ni tan reales, ni tan sólidas.
  • Colaboración y cooperación en vez de competición. O una competencia con nosotros mismos para nuestra mejora, no contra los demás. Seguir cimentando unas redes de apoyo mutuo que en esta crisis han sido vitales, y también el diálogo social y los objetivos comunes por encima de los egos, a favor de la resiliencia de las presentes y futuras generaciones. Estilos de vida comunitarios más ecológicos que refuercen los lazos vecinales, los barrios, las relaciones intergeneracionales que nunca debieron de dejar de estar aquí.
  • Gestionar el talento. Ingenieros, makers y científicos han puesto en común sus conocimientos para encontrar soluciones en tiempo récord, sumando. La cultura y la ciencia se han manifestado imprescindibles para la vida, aunque también siempre estuvieron ahí. Démosle al talento, venga de donde venga, el lugar que merece, gestionándolo adecuadamente para que el consabido y sobado término meritrocracia no se quede en otra palabra vacía.
  • Autosuficiencias interconectadas. Entendiéndolas no como autarquías, ni un austericidios, si no como una forma de vivir de forma justa redistribuyendo la riqueza, la tecnología, los conocimientos locales y globales, para nuestra mayor resiliencia, para no ser presa de comisionistas, de especuladores y de la bulimia mercantil. Puesto que la psicología apunta que un deseo solo sustituye a otro, es hora de construir otras narrativas para ayudar a víctimas y victimarios, redefiniendo qué es la buena vida, el éxito y el bienestar de verdad, ese que muchos han descubierto encerrados en casa y que hemos echado de menos –o que incluso hemos vuelto a perder– durante el confinamiento.
  • Altura de miras. En los gestores, la clase política, las empresas y la ciudadanía, para resolver conflictos en vez de polarizarlos, administrar no solo el dinero, sino la existencia y el futuro común, de los que ya estamos aquí y de los que vendrán. Pensando en el largo plazo y el interés general, no únicamente en las ambiciones particulares, corporativas o partidistas.
  • Educación integral, visión sistémica e inteligencia colectiva. Los conocimientos e informaciones fragmentadas crean daños cognitivos al no trabajar las interdependencias que nos sostienen, provocando la incapacidad para entender las relaciones sistémicas existentes, mientras nos desposeen de la capacidad de pensar de forma compleja, volviéndonos más manipulables, conduciéndonos a capear los temporales –crisis, alertas, emergencias, pandemias, totalitarismos, populismos, etc– sin capacidad de preverlos, procesarlos, ni reflexionar soluciones con la complejidad y magnitud que requieren, aceptando acríticamente el devenir de las sucesivas tormentas. Como señaló Frédéric Neyrat, filósofo especialista en humanidades ambientales y teoría contemporánea, las catástrofes siempre salen de algún sitio, tienen una historia. Una historia que también está ahí.

 

Por su parte, Rita Levi-Montalcini, neurocientífica y premio Nobel de medicina y fisiología, que vivió 103 años de extrema lucidez, solía decir que «el cerebro tiene dos hemisferios, uno arcaico que gobierna nuestros instintos y emociones, y otro más joven en el que reside nuestra capacidad de razonar. Hoy el arcaico domina y es la causa de todas las tragedias que ocurren». También siempre han estado ahí.

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