Opinión

Predecir y construir el futuro tras la crisis

En este momento, aunque hemos de revisar nuestra forma de vida, no podemos dejar de apoyarnos en aquello que nos da una certidumbre incuestionable: nuestra vocación de conectar.

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20
marzo
2020

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Tengo 48 años y la del coronavirus es mi tercera crisis mundial. En 2001 presencié, desde el ordenador de la cerrajería de mi padre, cómo un atentado terrorista cambiaba la geopolítica y la forma de desplazarnos por el mundo. Siete años después, en 2008, mientras era concejal del Ayuntamiento de Elche, la economía sufrió de su propia fórmula de insostenibilidad y nos sumió en una debacle financiera, económica, social y política. Una crisis global que todos veíamos venir y que solo supimos predecir una vez que pasó. Diecinueve años después, confinado en mi casa en Madrid, vivimos una nueva situación de emergencia que se ha convertido en un test de estrés para nuestro modelo de vida actual. Si Santiago Alba Rico resumía en un tuit que «esta sensación de irrealidad se debe al hecho de que por primera vez nos está ocurriendo algo real», yo le añadiría un «y en tiempo real», algo que da la dimensión a lo que estamos viviendo.

Es difícil predecir el futuro –hoy, diría que casi imposible–, pero está claro que, de la misma forma que sabemos que este virus lo paramos unidos, más unidos tendremos que estar para afrontar el reto que nos viene encima, que definirá el futuro que hemos de construir desde un liderazgo colectivo. En una entrevista, Iñaki Gabilondo decía que, sin saber qué pasa, difícilmente podremos afrontar las soluciones. La realidad es que, hoy, a la incertidumbre global que hemos vivido en estos últimos años se le une ahora la inseguridad personal al comprobar el grado de vulnerabilidad al que estamos sometidos en un mundo globalizado.

Vivimos en actitud de guerra, en un estado de alarma constante donde el enemigo es tan global como local. Una situación donde corremos el peligro de traducir la emergencia en normalidad y, con ello, instaurar un excepcionalidad normalizada más allá de la crisis, como bien define José María Lasalle. En este momento, cuando lo que está en juego es la supervivencia, el debate se cierne sobre la seguridad global y la libertad individual, afortunadamente, eso sí, acompañado de altas dosis de solidaridad. O, como podemos leer en las últimas hojas de La peste, de Camus, «esto es lo que se aprende en medio de las plagas: hay más cosas en los hombres a admirar que despreciar».

«La humanidad es nuestra única patria, nuestra manera de habitar este planeta enfermo e insostenible» 

El poeta John Donne decía que «la humanidad es un continente», y hoy podríamos decir que esa humanidad es nuestra única patria, nuestra manera de convivir y habitar este planeta enfermo e insostenible. Aun cuando en este momento de crisis –es decir, de decisión–, hemos de revisar nuestra forma de vida, no podemos dejar de apoyarnos en aquello que nos da una certidumbre incuestionable: nuestra vocación de conectar. La estimulación de la redes, en este confinamiento solidario, se está convirtiendo en un tsunami de tráfico de datos que viene a demostrar nuestra voluntad de estar conectados con otros iguales, de sumarnos al sentimiento de seguridad y calor que da el saber que juntos somos humanidad.

En este mundo en el que todo se ha convertido en doméstico, en el que el crecimiento se confunde con el progreso, en el que la sociedad confinada necesita sentirse comunidad y en el que el calentamiento global ha pasado a la cola de nuestras prioridades, es momento de ver que las soluciones no pueden ser de nuevo parciales, como sucedió en las dos anteriores crisis. Sobre todo y ante todo necesitamos dotar de contenido un nuevo contrato social global, a través de una nueva gramática del poder –como define Daniel Innerarity– que garantice el progreso económico y social, la protección y seguridad individual y el sostenimiento ambiental del planeta.

Hace cinco años, en 2015, hicimos el primer ensayo con la aprobación de la Agenda 2030, una agenda global que, antes de llegar a cumplirse, ya ha quedado obsoleta en un mundo que necesita entender que las soluciones vendrán desde la interconexión de los objetivos y desde el compromiso ciudadano de acción individual en un mundo global.

El terrorismo, el capitalismo de casino, el calentamiento global o el reciente COVID-19 no son el problema: son solo los síntomas que nos avisan de que algo debe cambiar y que, para ello, las soluciones han de ser conjuntas. Hoy lo global es local y lo local es global, y, sin una colaboración radical de todos, será imposible predecir y construir un futuro sostenible. Conseguirlo depende de nosotros.

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