Desigualdad

«No necesitamos que haya héroes, pero sí acciones heroicas»

Fotografía

Luis Meyer
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20
enero
2020

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Luis Meyer

Su expresión seria impone, pero pronto deja entrever una sonrisa que ilumina la habitación. Jacqueline Novogratz (1961) abandonó una prometedora carrera en Wall Street en aquellos maravillosos años 80 en los que florecerían los ‘yuppies’ –al más puro estilo de Jordan Belfort, el tiburón interpretado por Leonardo DiCaprio en la cinta de Scorsese– para irse a la otra punta del mundo y poner al servicio de la lucha contra la pobreza todas las herramientas que la banca ofrece. En su libro ‘El suéter azul’ (Amat Editorial) –publicado en inglés en 2009 y sin traducción en castellano hasta el pasado año–, Novogratz recoge, analiza y reflexiona cada prueba y error, cada fracaso y éxito, todo lo que le llevó a fundar la empresa de capital riesgo sin ánimo de lucro Acumen y a convertirse, según la revista Forbes, en una de las mentes más brillantes del mundo de los negocios. La próxima primavera publicará ‘Manifiesto para una revolución moral’, en el que explorará cómo construir un mundo más justo y menos desigual donde la brecha entre pobreza y riqueza se difumine por completo. Hablamos con ella en la sede de la Fundación Open Value en Madrid en una de sus últimas visitas a la capital.


En los 80 decidiste dejar tu trabajo en Wall Street para fundar Duterimbere, una institución de microfinanzas en Ruanda. ¿Qué te hizo tomar ese cambio de rumbo?

Me di cuenta de que me encantaban las herramientas que nos ofrece la banca, pero no me gustaba que se excluyese a los que viven en riesgo o por debajo del umbral de la pobreza. Eso no tenía sentido para mí. Me pregunté si podía utilizarlas para generar un cambio, y vi que era posible. No lo pensé más, era entonces o nunca, así que cogí las maletas, ignoré a mis padres –que solo veían peligro e incertidumbre en mi decisión– y me embarqué en una aventura llena de posibilidades que haría que mi vida fuese útil.

Pero, ¿por qué ese país y no otro?

Ni siquiera conocía Ruanda cuando me fui por primera vez –recuerda que esto ocurrió antes de que existiese internet–. En África había 54 países y mi trabajo al principio se centraba en Costa de Marfil, en África occidental, pero esa experiencia fue desastrosa, en parte por mi culpa y en parte por la de la organización en la que trabajaba, así que cogí mi fracaso y me mudé a Kenia. Allí conocí a una mujer ruandesa que me contó que el código napoleónico, que pone a las mujeres al mismo nivel que los niños, estaba empezando a desaparecer en su país y que, por primera vez en la historia, podían abrir una cuenta bancaria, por ejemplo. Yo estaba en África no para ir a un país en concreto, sino para que mi conocimiento y experiencia fuese de utilidad donde se me requiriese, así que me fui a Ruanda sin tener ni idea de lo que iba a pasar, pero con ganas de vivir ese cambio cultural por el que estaban pasando. Fui a pasar tres semanas y acabé quedándome un par de años.

El suéter azul (2009), que se tradujo el pasado año al español, nos acerca a las soluciones que están al alcance de nuestra mano para acabar con la pobreza en las zonas más vulnerables de África. ¿Podemos usar la misma lógica para acabar con la brecha entre ricos y pobres en todo el planeta?

La pobreza está en todas partes. El suéter azul, en realidad, trata del viaje de una persona (yo) que ha cometido todos los errores que existen y que enumero en el libro. Es una historia de fracasos porque, como le ocurre a mucha gente, quería ir a salvar el mundo y tuve que aprender por las malas que la gente no quiere que la salven. Tuvimos que darle la vuelta a nuestro modelo de capitalismo para no pensar en los accionistas como principales beneficiarios, sino en cómo habría que montar una empresa si tienes a los más pobres en mente, y entender quiénes son o cómo toman decisiones para crear modelos que se ajusten a sus necesidades. Esto se puede extrapolar, siempre y cuando tengamos las necesidades específicas de cada región o país en cuenta. Ha sido un camino muy largo y lleno de incertidumbres pero, después de cambiar de manera positiva la vida de casi 300 millones de personas con pocos ingresos, sé que funciona. Sin embargo, cuando escribí el libro tan solo lo pensaba.

«Todo el mundo sabe que algo tiene que cambiar y emociona ver a una generación dispuesta a dar el primer paso»

Hablas de querer salvar el mundo cuando la gente no quiere ser salvada… Suena al tan criticado prejuicio del «salvador blanco». ¿Cómo podemos evitar caer en ese estereotipo?

Hay una serie de habilidades y cualidades que deberían enseñarse en el mundo de la empresa y del emprendimiento que forjan nuestro carácter y que nos alejan del «salvador blanco». No podemos afrontar los grandes retos de la humanidad y proponer soluciones desde la idea –tan estadounidense, por cierto– de que pertenecemos a un grupo que tiene todas las respuestas correctas. En cambio, deberíamos hacerlo teniendo en cuenta que la dignidad humana es necesaria en todas las aldeas y pueblos del planeta y que detrás de cada persona siempre hay potencial humano. Hoy en día somos interdependientes y nos enfrentamos a la crisis climática, al número creciente de refugiados, a las desigualdades, a crecientes divisiones… y, por eso, en pleno siglo XXI tenemos que empezar por escuchar y construir lo que llamo la imaginación moral, es decir, la habilidad de ponernos en los zapatos de otra persona y entender sus problemas, pero no solo con empatía, sino también con visión y acción. Si empezamos de esa manera y desarrollamos en nuestro interior una nueva humildad, entonces nunca seremos «salvadores blancos». ¿Por qué? Porque seremos conscientes de que este trabajo es muy duro, de que ninguno de nosotros podemos solucionar las desigualdades y la pobreza solos, y de que estamos en un momento de la historia que requiere que no haya héroes, aunque sí muchas acciones heroicas. Solo así conseguiremos acabar con la pobreza.

¿Crees que los empresarios –y la sociedad en general– están dispuestos a transformar el modelo del capitalismo actual?

Ahora mismo hay dos sistemas antagónicos que están luchando por sobrevivir. El statu quo siempre existirá porque al establishment no le gusta rendirse ni ceder. Los privilegios no se abandonan de forma voluntaria. Sin embargo, por otro lado, vemos a una nueva generación que exige sostenibilidad en su vida, desde la ropa que se pone a las decisiones que toma a nivel personal y de consumo. Todo el mundo sabe que algo tiene que cambiar, eso es innegable. Lo que más me emociona es ver a esa generación que está dispuesta a dar el primer paso para que el cambio suceda.

Tan solo en España, en 2018 se invirtieron 1.474 millones de euros en préstamos a proyectos de impacto positivo tanto a nivel social como medioambiental. ¿Está el sector financiero, y el privado en general, dispuesto a tomar las riendas –o, al menos, propiciar– ese cambio?

Cada vez somos todos más conscientes, pero tenemos que impulsarlo con acción real. Es importantísimo que la Business Roundtable, que es un grupo muy conservador, haya reconocido la relevancia de los grupos de interés en el mundo empresarial y no solo de los accionistas. Ahora bien, son solo palabras; tenemos que asegurarnos de que se conviertan en acción real. Ahí es donde esa generación joven puede incidir, exigiendo que los empresarios rindan  cuentas de sus acciones. El hecho de que los líderes de muchos sectores, que crecieron con el capitalismo de accionistas como la única respuesta a todo, hayan firmado una declaración que da importancia a los grupos de interés demuestra que hay una intención de (re)imaginar y rehacer el sistema. Estamos en un momento en el que sabemos que las instituciones que existen no funcionan y tenemos que pensar cómo reconstruirlas, pero no tenemos ninguna hoja de ruta para hacerlo.

jacqueline novogratz

Cuando hablas de Acumen dices que se creó para «aumentar la filantropía e invertirla en capital paciente». ¿Qué es el capitalismo paciente y en qué se diferencia de la economía de mercado tal y como la conocemos?

La diferencia es que el capital paciente se centra en el largo plazo (al menos a diez años), en los grupos de interés (no en los accionistas), y con él se puede medir si estamos cambiando vidas, si llegamos a los más pobres, si hay impacto medioambiental, etc. Medimos lo que importa y no solo lo que se puede cuantificar. Acompañamos nuestras inversiones no solo con asistencia en la gestión, sino con conexiones con otros mercados y organizaciones que pueden ayudar. Todo el dinero que vuelve a Acumen se reinvierte en innovación al servicio de los más pobres. La premisa de nuestro modelo de capitalismo paciente se basa en una institución que no tiene un beneficio privado, sino que toma decisiones basándose en el problema que estamos solucionando, usando las inversiones como un medio para solucionarlo y no como el fin en sí.

¿Están los inversores empezando a fijarse en este tipo de apuestas económicas?

Se están acercando cada vez más y de manera muy positiva hacia este tipo de inversiones, sin duda. El modelo de Acumen se basa, en resumidas cuentas, en inversiones pacientes y sin ánimo de lucro. Sin embargo, en el momento en el que nuestras compañías han crecido, hemos ido construyendo diferentes fondos de impacto con ánimo de lucro que se mezclan con el resto. El año pasado finalizamos la primera parte de nuestra instalación de cincuenta millones de dólares que trabajará con pequeños granjeros para afrontar la era de la emergencia climática. Hemos visto cómo los inversores se han acercado a nosotros para apostar por este proyecto, al igual que instituciones de desarrollo financiero han aportado dinero para que podamos ofrecer ese asesoramiento de gestión. También hemos visto a filántropos individuales o corporaciones que insisten y comprueban que realmente hay un equilibrio de género en las iniciativas que llevamos a cabo, al igual que piden que se mida la resiliencia del medio ambiente y la adaptabilidad de estos pequeños grupos de interés. Hay cabida para la esperanza y que existe una oportunidad de atraer a inversores, filántropos e instituciones para que trabajen juntos en construir una estructura de capital adecuada para resolver la lacra de la pobreza y la desigualdad.

Cuando fundaste Acumen en 2001 hablabas de construir un movimiento «que definiese el éxito basándose en la cantidad de energía humana que se devolviese al mundo». ¿Lo has conseguido?

No, aún no, pero estoy en ello. Con el trabajo que Acumen está haciendo con la Fundación Open Value –mostrando e impulsando otra manera de hacer las cosas– hay una oportunidad enorme para acceder a esa energía (figurada) que estamos viendo en todo el planeta a diario de la mano de esa generación de jóvenes que quiere trascender las mentes de los indiferentes y construir empresas que importan en términos de ser más inclusivos y sostenibles. Todas estas personas que Acumen ha identificado hasta ahora como fuente de innovación poseen un deseo enorme de formar parte de este movimiento: con él dejamos de fijarnos en los que están en el poder y buscamos conexiones, colaboraciones, esa idea de que tenemos que medir la cantidad de energía humana que ponemos en el planeta, y celebrarla.

¿La sociedad entiende que hay una manera de invertir que promueve el fin de la pobreza y que aleja a algunas entidades financieras de ese «banco malo» del que se habla desde la crisis de 2008?

Alguna gente lo entiende, aunque sigo pensando que muchas veces vemos las cosas en blanco y negro, y dejamos fuera los grises y los matices. Decimos que la financiación privada es mala o que las subvenciones son buenas, pero ninguno de los dos puede existir por sí solo. El verdadero liderazgo hoy en día significa ser más valientes para coger dos verdades opuestas y trabajar a la vez con ambas sin rechazar ninguna de ellas. En otras palabras, ¿la financiación es mala? Sí. ¿Es buena? También. ¿Pueden las subvenciones crear dependencia? Sí. ¿Pueden emitir «energía»? También. ¿Cómo juntamos esas dos verdades y encontramos la mejor combinación para resolver el problema? En cierto modo, lo que veo con las divisiones en las que arrojamos opiniones los unos a los otros es que estamos perdiendo la oportunidad de solucionar el problema, y malgastamos el tiempo siendo santurrones y defendiendo nuestras opiniones propias en vez de siendo curiosos e intentando entender los puntos de vista de otros.

Obama se autodefinía como un ciudadano global. Ahora, el presidente de Estados Unidos parece que piensa todo lo contrario. ¿Ese cambio de mentalidad del Gobierno ha modificado la manera en que las grandes empresas y la población estadounidense entienden su papel en el mundo?

La oportunidad de este momento en el que tenemos nacionalismo en todas partes (y no solo en Estados Unidos) es que nos muestra qué está en juego. Vuelvo a lo mismo: ¿es verdad que tenemos que preocuparnos por lo que ocurre en nuestro país? ¡Claro! Pero a la vez solo podremos solucionar los retos a los que nos enfrentamos –el cambio climático, la desigualdad, la crisis de refugiados–como un solo planeta. No podemos resolverlos nación por nación. Tenemos que enfrentarnos a ellos todos juntos. El desafío actual radica en no ser ni solo un ciudadano global ni solo un nacionalista. Es esencial que conozcamos a nuestros vecinos, nos preocupemos por nuestro barrio y hagamos el bien en este nivel micro, pero también necesitamos tener la misma consideración a un nivel más macro, más global, como seres humanos y como especie, más allá de la religión, del género, de la etnia, de la nacionalidad… La identidad es importante: no queremos un mundo en el que todos seamos iguales porque tenemos mucho que aprender los unos de los otros. Tenemos que reconocer que cada ser humano es valioso y tiene dignidad. Ese es el desafío, pero a la vez es la oportunidad que tenemos que aprovechar.

Entonces, dirías que tenemos que pensar de manera global para actuar de manera local, ¿o al revés?

Tenemos que pensar y actuar de manera local, pero también global. Las dos. Al hablar de clima, necesitamos guías y acción intergubernamental, pero todos nosotros podemos hacerlo mejor en la manera en que usamos los recursos, si utilizamos plásticos o no… Cada día tomamos, a nivel personal, cientos de decisiones que afectan a nuestro planeta, así que son las dos formas de pensar y actuar las que debemos llevar a cabo.

«El fin de la pobreza se podría conseguir mucho antes de 2030 si dejamos atrás el ‘statu quo’»

El fin de la pobreza es uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que necesitamos cumplir antes de 2030. ¿Es viable?

No cabe duda: es posible. La pregunta es cuánto nos va a costar generar el cambio que necesitamos para cumplir con la Agenda 2030. Tenemos los recursos, la imaginación, la capacidad… lo que necesitamos es la voluntad de darle la vuelta al modelo para empezar de cero. Con voluntad podemos poner a los pobres y a la Tierra por delante, en vez del beneficio, es decir, priorizar no lo que es bueno solo para mí o solo para mi país. Si queremos acabar con la pobreza tenemos que poner fin a, por ejemplo, la falta de acceso a energía. En Acumen trabajamos con proyectos de energía solar en África porque es inconcebible que casi 700 millones de personas en el continente no tengan acceso a la electricidad. Es algo improductivo, pero también inmoral e injusto. Han pasado 140 años desde que Thomas Edison inventara la bombilla y es imposible que un país se desarrolle sin electricidad. Además, sabemos que los más pobres pueden costearse la electricidad si su precio es exponencial: siempre habrá un porcentaje de gente que no pueda, pero se puede conseguir y desarrollar ayudas gubernamentales para esas personas. Decir que es imposible es mentir. Podemos hacerlo. Tenemos que admitir que aquí es donde entra en juego la revolución moral. Tenemos que dejar de centrarnos en quién tiene el presupuesto más alto (al hablar del Gobierno) o qué gran petrolífera está extendiendo la codicia como motor, solo así podremos centrarnos en desarrollar las políticas necesarias que potencien energía solar y que aseguren que el capital va a las empresas que impulsen el uso de renovables y que se realicen campañas efectivas de marketing para que la gente entienda cómo acceder a ellas y que hay ayudas para que las personas con menos ingresos puedan decidir qué tipo de consumo quiere realizar. El fin de la pobreza se podría conseguir mucho antes de 2030 si dejamos atrás el statu quo.

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