Opinión

El capitalismo tiene que reinventar el socialismo

El principio básico del nuevo socialismo ha de ser la búsqueda del equilibrio entre las libertades individuales y su regulación para facilitar la convivencia y un mínimo nivel en la igualdad de oportunidades, justo lo contrario de lo que está produciendo la desigualdad.

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19
diciembre
2019

La caída del muro de Berlín, de la que se acaban de cumplir 30 años, fue una buena noticia para la democracia y las libertades pero, a la postre, una mala noticia para el capitalismo. La destrucción del muro que separaba a dos modelos de sociedad fue el símbolo del colapso del bloque soviético, cuya base ideológica violentaba algunos de los principios esenciales de la condición humana: fundamentalmente el libre albedrío y la diversidad. Un sistema basado en el recorte de las libertades individuales en beneficio de otras supuestamente colectivas estaba condenado al fracaso.

El declive del comunismo, transformado institucionalmente en socialismo de estado, dejó todo el campo libre para que el capitalismo campase a sus anchas y se consolidase como la única ideología económica factible. Incluso algunos de los países más comunistas de la historia, como Rusia y China, abrazaron el capitalismo con entusiasmo en el primer caso y sin remordimientos en el segundo. La pervivencia marginal de regímenes socialistas y de naturaleza totalitaria, como Venezuela y Cuba, se ha convertido en una anécdota positiva para el capitalismo, al recordar permanentemente el fracaso de tales fórmulas y el empobrecimiento de quienes las sufren.

En este tránsito se ha producido, sin embargo, un fenómeno muy negativo para la salud reputacional del capitalismo: el desacoplamiento entre democracia y bienestar. Desde la década de los 80 este desacoplamiento se ha ido manifestando en el crecimiento de la desigualdad, que ofrece datos realmente escandalosos. Según las cifras correspondientes al año 2018 recogidas en un informe sobre la desigualdad por la ONG Oxfam, 26 personas en el mundo poseían la misma riqueza que los 3.800 millones de habitantes más pobres de la Tierra, es decir, más de la mitad de la población. En ese mismo año el patrimonio de los milmillonarios –término que designa a quienes poseen una fortuna que supera los 1.000 millones de dólares– se incrementó en 900.000 millones de dólares, a razón de 2.500 millones más al día, mientras que los más pobres perdieron un 11% de su «riqueza». Y un dato más: tan solo cuatro centavos de cada dólar recaudado por las haciendas públicas proceden de los impuestos que gravan la riqueza.

«Según el informe de Oxfam, 26 personas en el mundo poseen la misma riqueza que los 3.800 millones más pobres»

La desigualdad no solo es una cuestión de ingresos e impuestos, sino, sobre todo, de oportunidades, incluso de esperanza de vida. Un grupo de investigadores ligados al denominado Proyecto Salurbal han determinado que la esperanza de vida de una persona que habita en una zona pobre de Latinoamérica es inferior en 18 años a la de a un ciudadano que resida en un barrio acomodado. En esta misma línea, Oxfam recuerda que en Kenia una niña tiene una posibilidad entre 250 de seguir estudiando una vez finalizada la educación secundaria.

Un cierto nivel de desigualdad es inevitable o incluso necesario porque es el resultado de la meritocracia, pero la brecha actual es insostenible. Sin embargo, Oxfam considera que «la desigualdad no es inevitable, sino una elección política». Señala, a modo de ejemplo, que «si se aplicasen impuestos justos a las grandes empresas y las personas ricas, podría recaudarse globalmente el dinero suficiente para escolarizar a los 262 millones de niñas y niños que actualmente no tienen acceso a la educación y garantizar que nadie tenga que arruinarse para pagar los costes médicos de sus familias».

La globalización de la desigualdad

La inequidad ya no es un problema de las economías menos desarrolladas, sino que deja sentir sus efectos en los países más ricos. En Estados Unidos, el índice Gini ha crecido de forma sostenida en las últimas cinco décadas. Y en 2018 alcanzó su nivel más alto en 50 años. De hecho, escaló al 0,485 desde el 0,482 registrado en 2017, según datos del Estudio de Comunidades Estadounidenses de la Oficina del Censo.

El índice es una escala de 0 a 1: una puntuación de 0 indica una igualdad perfecta, mientras que una puntuación de 1 implica una desigualdad perfecta en la que un único hogar tiene todos los ingresos. Eslóganes como América para todos o tierra de oportunidades se han vuelto inciertos. Las calles de San Francisco, la capital tecnológica del mundo, están plagadas de sintecho.

capitalismo

Las movilizaciones de motivación económica que se están registrando en diversos puntos del mundo son la expresión de un malestar ligado a la pérdida de esperanza por parte de aquellos que se sienten desplazados por un sistema que consideran injusto. La «mano invisible» de la que hablaba Adam Smith –que en teoría lograba que el interés propio del individuo condujese al bienestar general–, es más invisible que nunca o, cuando menos, no es percibida por amplias capas de la población. Desde luego, el mercado por sí solo no genera oportunidades para todos ni por igual, como presumía el economista escocés en La riqueza de las naciones.

Las quejas que toman las calles son también la consecuencia de la pérdida de confianza en los gobernantes, cuyas políticas, cuando las tienen, no resuelven los problemas de la gente común o incluso crean nuevas dificultades, como el Brexit, fruto de un cóctel formado por la torpeza política de David Cameron, el avance del populismo y la manipulación de los votantes a través de emociones desconectadas de la verdad de los hechos.

«Desde luego, el mercado por sí solo no genera oportunidades para todos ni por igual, como presumía Adam Smith»

La desafección ha prendido especialmente en los asalariados, mucho más dependientes de la acción política que las personas con más ingresos. La fuerza del trabajo no identifica opciones políticas claras, porque ninguna proporciona las soluciones que espera. Prueba de ello son los votos que captan entre los trabajadores personajes como Marine Le Pen, Donald Trump o Santiago Abascal, cuyos principios ideológicos no van más allá del proteccionismo populista, que se apalanca en el miedo y el enojo de sectores de la población descontentos con su suerte. No hay esperanza en sus mensajes, que es la base de cualquier ideología que pretenda transformar el objeto de su acción, sino reacción y rechazo ante la desesperanza. Son alternativas coyunturales que se construyen contra, necesitan un enemigo para capitalizar en votos sus miedos. Cultivan lo que Javier Marías ha bautizado como «el factor aversión».

¿Capitalismo humanista?

El capitalismo está intentando responder a las movilizaciones sociales e intelectuales (no son pocos los premios Nobel de Economía que han escrito sobre los riesgos que entraña la desigualdad para el propio sistema) mediante la apelación al humanismo y a un nuevo equilibrio entre los stakeholders en aparente detrimento de los accionistas. El denominado «capitalismo humanista» ha concitado más simpatías que acciones realmente transformadoras. No es un oxímoron, pero se antoja un maridaje que, de entrada, resulta extraño, como tomar vino dulce con una carne.

Es verdad que el mundo empresarial ha asumido la necesidad de desarrollar políticas de responsabilidad social corporativa (RSC), pero estas se conciben más como un alivio que como un factor de transformación de los procesos de negocio. Aunque la generalización es injusta con aquellas empresas que realmente han logrado integrar la RSC en sus operaciones, la mayoría se mueve aún en el terreno de la imagen, la moda, la propaganda y, en ocasiones, el greenwashing. Ello es así porque la RSC de verdad cuesta dinero y los retornos económicos que produce no son perceptibles en el corto plazo, aquel en el que se mueven la mayoría de las empresas urgidas por la incertidumbre y la volatilidad de los tiempos que corren.

Algunas iniciativas procedentes del propio capitalismo para corregir, compensar o disculpar sus excesos han tenido cierto recorrido en los últimos meses. La más conocida ha sido la declaración del grupo Business Roundtable, que reúne a los primeros ejecutivos de compañías que suman más de 15 millones de empleados y facturan 7 trillones de dólares. Los CEOs de estas corporaciones realizaron una declaración en agosto de este año que sugiere un nuevo equilibrio entre los intereses de los stakeholders. «Cada uno de nuestros grupos de interés es esencial. Nos comprometemos a entregar valor a todos ellos, para el éxito futuro de nuestras empresas, nuestras comunidades y nuestro país», concluye la declaración.

«El denominado ‘capitalismo humanista’ ha concitado más simpatías que acciones realmente transformadoras»

Uno de los empresarios implicados en la iniciativa, Darren Walker, presidente de la Fundación Ford, dijo entonces: «Esta es una noticia tremenda porque es más crítico que nunca que las empresas del siglo XXI se centren en generar valor a largo plazo para todas las partes interesadas y abordar los desafíos que enfrentamos, lo que dará como resultado una prosperidad y sostenibilidad compartidas para las empresas y la sociedad».

No obstante, otros, como Tricia Griffith, presidenta y CEO de Progressive Corporation, recordaron que la generación de beneficios para los accionistas sigue siendo el principio y el fin de la cadena de generación de valor: «Los CEOs trabajan para generar ganancias y devolver valor a los accionistas, pero las compañías mejor administradas hacen más. Ponen al cliente primero e invierten en sus empleados y comunidades. Al final, es la forma más prometedora de generar valor a largo plazo».

Paco Hevia y Juan Cardona, directores senior de LLYC, se preguntaban recientemente en un documento de la colección Ideas LLYC si esta declaración es realmente auténtica: «Y la respuesta parece clara: todo indica que las empresas más importantes avanzan rápidamente hacia un esquema de liderazgo responsable, que supera los esquemas asentados de la responsabilidad social corporativa, cuyo objetivo es fortalecer de forma mucho más proactiva la confianza de sus grupos de interés para poder competir y atraer recursos».

La socialdemocracia nórdica como modelo

La velocidad de este avance no parece suficiente a muchas familias que temen que sus hijos no logren subir en la escalera social debido a fenómenos como la precariedad laboral, la robotización, la deslocalización, la brecha digital o simplemente el lugar donde han nacido. Acosados por la presión de los mercados, los trabajadores han recuperado la conciencia de clase y se animan a pronunciarse colectivamente en las calles ante la ausencia de respuestas por parte de los políticos, incluidos aquellos que dicen representar sus intereses.

Parece claro que el capitalismo no puede reinventarse solo desde dentro, sino que necesita un modelo con el que confrontarse. Ese otro solo puede ser el socialismo democrático. El apellido democrático no debería ser necesario y, sin embargo, lo es para desconectarse de las nefastas experiencias de gobierno que muestra la historia del siglo XX.

«El capitalismo no puede reinventarse solo desde dentro, sino que necesita un modelo con el que confrontarse»

El socialismo no vive sus mejores tiempos en Europa, otrora reserva espiritual de Occidente y heredera del espíritu de La Ilustración. El fracaso de los regímenes que experimentaron con el socialismo real (realmente una versión atrofiada de los principios del marxismo) sigue pesando sobre la marca. Además, cuando ha tenido la oportunidad de gobernar no ha logrado retener a las bases electorales con políticas progresistas, ya sea por circunstancias endógenas (la ausencia de una mayoría suficiente en el Parlamento para legislar) o exógenas (la crisis económica). Cabe recordar aquí los ajustes a los que se vio obligado el ejecutivo socialista de José Luis Rodríguez Zapatero en el inicio de la aún reciente crisis económica.

La «tercera vía de la socialdemocracia» encarnada por el político sueco Olof Palme en las décadas de los 70 y de los 80 sigue vigente en los países nórdicos, el mejor ejemplo del acoplamiento entre democracia y bienestar, pero sus márgenes de gobierno son cada vez más estrechos. De hecho, en Suecia, los socialdemócratas se mantienen en el poder gracias al apoyo de centristas y liberales con el fin de frenar a la extrema derecha, ya la tercera fuerza en el Reiksdag (parlamento). En Finlandia, país que puede presumir de tener a la primera ministra más joven del mundo –Sanna Marin, de 34 años de edad–, los socialistas han necesitado el respaldo de otros cuatro partidos para conservar el gobierno. Circunstancia similar se registra en Dinamarca, donde la primera ministra Mette Frederiksen gobierna en coalición con otras tres formaciones de izquierda. Finalmente, el poder ejecutivo en Noruega es ejercido por una coalición de centro-derecha.

A pesar de que los países nórdicos siguen siendo una buena referencia para la socialdemocracia, en todos ellos ha crecido la desigualdad en los últimos años. El coeficiente Gini registró un crecimiento muy notable en Noruega entre 2017 y 2018, al pasar del 22,90 al 24,90, un 8,73% de incremento, cuatro veces el consignado por Suecia (0,78%), la economía báltica que mejor aguanta. No obstante, los índices de los cuatro países muestran un grado de inequidad muy inferior a la media y diez puntos por debajo del español (34,30 en 2018).

Reparar el ascensor social

El nuevo socialismo no debe ser construido contra los excesos del liberal-capitalismo, sino a favor del bienestar general. Su principio básico ha de ser la búsqueda del equilibrio entre las libertades individuales y su regulación, con el fin de facilitar la convivencia y un mínimo nivel en la igualdad de oportunidades, justo lo contrario de lo que está produciendo la desigualdad.

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La igualdad se comporta como un elemento corrector de los excesos que son inherentes al egoísmo humano. Y como hay que administrarla, aquí entra el juego el papel del Estado, concebido como la fórmula jurídico-geográfica de la que se dotan las sociedades para organizar la convivencia. La responsabilidad del Estado es que todos los ciudadanos dispongan de al menos una base común de oportunidades. La igualdad parte de la constatación de que no todos somos iguales (si así fuese no sería necesario apelar a ella), pero sí tenemos los mismos derechos y obligaciones. Somos iguales ante la ley.

Paradójicamente, en Europa el Estado ha crecido en paralelo al avance de la empresa privada como agente de bienestar. Hay más empresa y más Estado, más libertad económica y más burocracia pública. Tal circunstancia indica disfunciones en la atribución de responsabilidades al Estado, que aún es visto por la población de muchos países más como proveedor de servicios que como regulador de la actividad privada.

El socialismo debe concentrarse en la generación de oportunidades. Sus grandes palancas son la educación y la sanidad públicas y la independencia de la justicia. Y, desde luego, cómo se financian.

«La educación es un gran reequilibrador. El capital humano es la nueva riqueza de las naciones»

La formación es el principal motor del ascensor social, hoy averiado por los excesos del capital y la última crisis. La educación es un gran reequilibrador. El capital humano es la nueva riqueza de las naciones. Así lo considera el Banco Mundial, que ha optado por desarrollar un índice al alternativo al ranking de países por su PIB. Es el Índice de Capital Humano, que clasifica a los países en función de cuanto invierten en la formación de sus jóvenes. Define el capital humano como «el conocimiento, habilidades y salud que la gente acumula a lo largo de su vida, permitiéndoles desarrollar su potencial como miembros productivos de una sociedad».

Un gobierno socialista no puede dudar un segundo acerca de la dedicación de recursos a la educación pública como la primera herramienta de desarrollo del capital humano. La iniciativa privada ya se encargará por su cuenta de encontrar la financiación necesaria para formar a su modo y de acuerdo a sus creencias.

No se trata solo de dotar de recursos a la escuela pública, sino también de recuperar la autoridad y la reputación de los docentes. El fracaso escolar también se alimenta de la falta de sentido de la trascendencia cuando se asiste a clase. Es un drama para el sistema educativo que hayamos pasado de que el profesor tenga razón por defecto a que sea el alumno quien goce de credibilidad en primera instancia.

Es una práctica habitual que los educadores dejen la puerta abierta cuando se reúnen con alumnos para garantizar la existencia de testigos que avalen su versión en el caso de conflicto, y no solo para poder defenderse ante acusaciones de acoso. Si incluimos los recortes presupuestarios en este panorama y la evidente apuesta por la educación privada de algunos partidos políticos, los maestros de la escuela pública no tienen demasiados estímulos para mantener la motivación, cuya única fuente de energía es a menudo su enorme vocación.

Dado el impacto que tiene en la competitividad de un país y su contribución al funcionamiento del ascensor social, la educación debe quedar sujeta a políticas de Estado. En España, ello significa que no debería haberse transferido la competencia a las comunidades autónomas, que son Estado, pero menos, y que no han dudado en utilizar en algunos casos el poder transformador de la educación al servicio de sus políticas partidarias y proteccionistas.

La misma prioridad ha de aplicarse a la sanidad pública. El expresidente Felipe González sostiene que un gobierno progresista debería preguntarse todo el tiempo si el porcentaje de gasto público que dedica a la sanidad es suficiente. España cerró el ejercicio de 2018 con un gasto público sanitario del 6,24 % del Producto Interior Bruto (PIB), 0,03 puntos por debajo del año precedente. Dividido entre el número de habitantes, el gasto público en sanidad equivale a 49 euros por persona al año, cifra que nos sitúa en el puesto 25 de 191 países. Queda margen para la mejora.

El tercer eje del discurso socialista tiene que ser la independencia de la justicia, a la que debe dotarse de los recursos necesarios para que su administración sea ágil. Una justicia lenta es una justicia injusta. «La independencia de la judicatura será garantizada por el Estado y proclamada por la Constitución o la legislación del país. Todas las instituciones gubernamentales y de otra índole respetarán y acatarán la independencia de la judicatura», dice el primer punto de los Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura adoptados por el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente y confirmados por la Asamblea General en sus resoluciones 40/32 de 29 de noviembre de 1985 y 40/146 de 13 de diciembre de 1985.

El cuestionamiento constante de la independencia judicial por parte de no pocos partidos políticos es un factor de erosión de la democracia. Gran parte de la confianza en el sistema democrático descansa en el funcionamiento independiente y eficaz de los jueces, a los que el Estado debe proteger de cualquier tipo de presión.

Fiscalidad redistributiva

«Si la riqueza está justificada, también lo está un impuesto a la riqueza», escribía recientemente Katharina Pistor, profesora de Derecho Comparado en la Escuela de Leyes de la Universidad de Columbia y autora del libro The Code of Capital: How the Law Creates Wealth and Inequality, en The Project Syndicate. Para defender su tesis, Pistor asegura que «la riqueza acumulada es en gran medida un producto de la ley, y por implicación del estado y las personas que la constituyen».

«En las últimas décadas el socialismo se ha dedicado más a cultivar a las minorías que a defender las expectativas de las mayorías»

El ejercicio del poder ejecutivo consiste básicamente en la asignación de recursos. Estos proceden de los impuestos. Para un liberal absoluto, cualquier impuesto tiene naturaleza confiscatoria. En contraposición, el socialismo debe defender un sistema fiscal progresivo basado en un principio de solidaridad: las rentas más altas han de contribuir con una cuota mayor a pagar los servicios públicos, cuyo valor crece en la medida en que las rentas decrecen. ¿Dónde está el equilibrio entre recaudación y confiscación? Allí donde la presión fiscal destruya más valor del que crea al penalizar la actividad económica de empresas y autónomos.

Existe aún mucho margen en la economía financiera para subir su fiscalidad, bien a través de impuestos o de tasas, como el gravamen a las transacciones financieras que hunde sus raíces en la tasa propuesta por el economista norteamericano James Tobin en 1971 y que recurrentemente vuelva a la escena de la actualidad. El capitalismo financiero tiene vocación especulativa, trata de «crear valor» en el menor tiempo posible. Ese valor creado básicamente a través de transacciones de compra-venta se queda en unos pocos, quienes gracias a la rotación de los recursos mueven los hilos de no pocas empresas no financieras.

Las empresas financieras son necesarias para financiar a las no financieras, entre otras funciones. La industria representa un tercio del PIB nominal del mundo (en España fue del 16% en 2018). Un país sólido necesita una política industrial, cuyo éxito depende en buena medida de su capacidad de innovación. Es una contradicción conceptual para una política de progreso recortar la inversión en ciencia e innovación.

En las últimas décadas el socialismo se ha dedicado más a cultivar a las minorías que a defender las expectativas de las mayorías. No se trata de levantar el pie del acelerador en la reivindicación de los derechos sociales de las minorías, muchas de las cuales han pagado un precio muy alto durante el siglo XX por el hecho de no encajar en el marco moral dominante, sino de mirar hacia la mayoría incluso aunque ésta se resista a darte los votos necesarios para gobernar en un momento puntual. Nada mejor que una mayoría para proteger a una minoría.

Hay un asunto que concierne a la mayoría absoluta de la población, aunque una parte de ella se empeñe en negarlo: el cambio climático. La reconciliación medioambiental con el planeta no es patrimonio exclusivo de una opción política, pero unas pueden sentirse más concernidas que otras, porque el calentamiento global se está dejando sentir con mayor virulencia entre los que menos tienen. El nuevo socialismo tiene que convertir la emergencia climática en una de sus banderas y legislar cuando sea necesario para frenar la subida las temperaturas y sus consecuencias. Acción decidida frente a la negación.

Es evidente que el capitalismo, en su versión actual, beneficia a una minoría. Es urgente, pues, construir alternativas reequilibradoras desde las mayorías. ¿Dónde están estas mayorías? Cuando la renta per cápita mundial se sitúa en 9.591 euros al año no hay mucho que pensar para determinar dónde se encuentran las mayorías, simplemente hay que querer realmente encontrarse con ellas en el largo plazo, mucho más allá de la próxima cita electoral.

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