Opinión

Sobrevivir a la tecnología: una reflexión sobre la naturaleza humana

La vida humana no es un «fenómeno natural» que sea explicable exclusivamente bajo leyes naturales. El filósofo Jesús Conill lo analiza en su nuevo libro, ‘Intimidad corporal y persona humana. De Nietzsche a Ortega y Zubiri’ (Tecnos).

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30
septiembre
2019

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Desde hace años me preocupa la creciente naturalización de la filosofía, porque considero que constituye una de las vías de su falsificación. No de su superación. Porque si se tratara de una auténtica superación querría decir que los problemas filosóficos quedarían resueltos por esta vía, pero no es así. Pues una mera promesa de resolución ad calendas graecas no es ninguna solución, sino un engaño.

Con cierto sentido paradójico, este movimiento naturalizador ha fomentado el estudio de la naturaleza humana, de modo que en el contexto actual nos encontramos ante dos posiciones antagónicas al respecto: la defensa a ultranza de la noción de naturaleza humana en la línea tradicional y su negación o presunta superación en un  transhumanismo y posthumanismo, bajo la imperante tecnologización de la vida humana.

A mi juicio, sin embargo, cabe una alternativa, que consiste básicamente en seguir dos vectores. En primer lugar, proponer una noción biohermenéutica de la naturaleza humana, es decir, no un concepto objetivo sino interpretativo: una interpretación de la peculiar constitución biológica del ser humano, contando con el desarrollo de su cerebro. En segundo lugar, tomar como punto de partida la experiencia de la intimidad corporal para comprender mejor a la persona humana y su valor de dignidad, abriendo un camino que parte de Nietzsche y desemboca en la filosofía española de Ortega y Gasset, Zubiri y Laín.

Esta mejor comprensión de la realidad humana requiere superar el imperante naturalismo, el propio de una «razón naturalista», para lo cual es preciso revisar la noción tradicional de naturaleza humana (correlacionada con las nociones de substancia y esencia) y corregir el error más básico de Descartes, que consistió en no haber logrado reformar la noción del ser como res, en su doble versión de cogitans y extensa, puesto que, al fin y al cabo, tanto en un caso como en el otro entiende el ser como res, es decir, lo interpreta reificándolo.

«Si la filosofía quiere describir la realidad radical y auténtica del hombre no puede basarse exclusivamente en los conceptos de las ciencias naturales»

En efecto, si ampliamos la crítica orteguiana del naturalismo, podríamos comprender que, así como la naturaleza es solo «una dimensión de la vida humana», del mismo modo la técnica es sólo un uso de la razón, cuyo éxito en su nivel «no excluye su fracaso con respecto a la totalidad de nuestra existencia». Pues el «parcial esplendor» de la razón naturalista y la parcial eficiencia de la razón instrumental no deben ocultar su resultado deficitario en relación con la totalidad del vivir humano. Igual que Ortega dijo con acierto que «lo que no ha fracasado de la física es la física», en un sentido parecido cabe añadir hoy en día que lo que no ha fracasado de la técnica es la técnica, pero lo que sí constituye un auténtico fiasco es la «orla de petulancia» que provoca y su tendencial «utopismo», que se está convirtiendo en un «opio entontecedor de la humanidad».

Hay que cambiar el modo  de acceder a la realidad de los fenómenos humanos, que tienen, a la vez, carácter natural e histórico, y revisar la conceptuación filosófica con la que, contando por supuesto con las ciencias, se conceptualiza y configura la realidad personal. Lo histórico comienza con lo natural, pero la pervivencia de lo natural se despliega históricamente. No hay una «consistencia fija» como sugería la noción del ser, caracterizada por la identidad y la invariabilidad, sino que la realidad está en devenir a través de sus correspondientes dinamismos y, en el caso de la realidad humana, en «progreso hacia sí misma», como ya advirtió Aristóteles y recoge Ortega. Por eso, si la filosofía quiere describir la realidad radical y auténtica del hombre no puede basarse exclusivamente en los conceptos de las ciencias naturales, sino que tiene que prestar atención a las diversas formas de vivir, a la experiencia vital e histórica, y ofrecer una conceptuación interpretativa propia. Por ejemplo, es preciso empezar advirtiendo que la vida humana es un gerundio, un faciendum (no mero factum), un quehacer, un hacerse a sí mismo, dentro de ciertas posibilidades. Esas posibilidades pueden recibirse, o bien han de inventarse para llevar a cabo un proyecto vital, para lo cual se requiere imaginación.

Es necesario, pues, tener en cuenta la riqueza que aportan la experiencia real y la imaginación (la fantasía), cuya capacidad creadora se manifiesta en la imparable innovación tecnológica. Con el poder de las nuevas tecnologías han aumentado las capacidades y posibilidades de intervenir en la vida humana, hasta el punto de que se hace inevitable plantear la cuestión de si los movimientos transhumanistas y posthumanistas constituyen efectivamente un proyecto de anti-humanismo tecnológico y, por tanto, «el final del humanismo». Ante la ilimitada búsqueda de biomejoramiento, debido al creciente proceso de tecnologización de la vida, ¿no hay ninguna naturaleza humana inmutable, ni límites al bio-tecno-mejoramiento? ¿No hay ninguna esencia ni dignidad que proteger?

A mi juicio, la visión orteguiana de la naturaleza humana y de la técnica puede seguir iluminando la reflexión actual, y es una de las guías que orientarán este libro. Atendiendo a Ortega, hay que superar la naturalización del ser humano, porque es éste un ser cultural e histórico, un híbrido, al que cuadra perfectamente la figura del «centauro ontológico», expresivo de su carácter natural-extranatural. Pero a la vez Ortega se percató tempranamente tanto del carácter radicalmente técnico del ser humano como de la potencial perversión de la razón técnica e instrumental, cuando dejando de ser un medio instrumental acaba por hacerse omnímoda y determinar los fines de la vida humana.

«Hay que descubrir los fines de la razón, si es que no se los puede descubrir o son problemáticos en el mero orden natural»

Pero, ¿es que la técnica es fin? La técnica misma no es fin, es una forma de ejercer la razón, que no tiene todas las claves del ejercicio de la razón, porque se trata de uno de sus usos, pero no es «la» razón. La razón radica en la persona, cuya razón integral es sentiente y cordial, por tanto ha de contar con más elementos que los que funcionan en el uso técnico de la razón. Hay que descubrir los fines de la razón, si es que no se los puede descubrir o son problemáticos en el mero orden natural. Por eso, más que de «naturaleza humana» y de «naturaleza evolucionada», habría que hablar en todo caso de «naturaleza humanizada», o incluso «humanizanda», en la que el lógos, la razón, sí que cuenta con fines. Es por la vía del lógos por la que somos capaces de descubrir los fines propios de la razón: teleologia rationis humanae (Kant).

En la versión orteguiana de la transformación de la razón pura en impura, la razón vital cuenta con la fantasía para adaptar el medio al «sí mismo» humano, transformando el mundo conforme a los deseos, que no son sólo instintivos, sino «deseos fantásticos», para cuya satisfacción se abre el ámbito de la acción en la historia y el potente medio de la técnica. Aquí no funciona la mera razón biológica, ni tampoco sólo la instrumental, sino la razón vital e histórica, que ha de hacer frente a las situaciones humanas. Entre las posibilidades que se le ofrecen al animal histórico y técnico en virtud de su capacidad fantástica el ser humano está obligado a elegir para proyectar su vida. La razón naturalista es insuficiente para comprender las situaciones humanas y se convierte en razón dramática en la tarea de llegar a ser sí mismo, porque la cuestión primordial no es la del ser, sino la de la vida, qué hacer de sí mismo, de la vida personal, que no tiene una consistencia cerrada, sino abierta. Encadenada a las cosas en su trato cotidiano con ellas, la persona hace su vida  con una «efectiva libertad de imaginar» e interpretar. El hombre es libre de interpretar las cosas en que fatalmente está inserto, a partir de sus sensaciones liberadas. Puede danzar encadenado.

La cuestión fundamental radica entonces en la concepción del ser humano que subyace al desarrollo tecnológico, a cuyos imperativos estamos sometidos en la sociedad actual; en concreto, en saber si hace falta o no algún «concepto normativo y esencialista de la naturaleza humana». Sea como fuere, es imprescindible reconocer un orden teleológico, que, si no proviene por completo de la naturaleza y tiene que determinarse mediante la razón, tampoco lo puede proporcionar la tecnología, es decir, no es atribución de la omnímoda razón técnica e instrumental, sino de una razón ética, vital e histórica.


Este es un fragmento de ‘Intimidad corporal y persona humana. De Nietzsche a Ortega y Zubiri‘, de Jesús Conill (Tecnos).

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