Siglo XXI

Objetivo: aniquilar la ciudad

Además de la destrucción material de las ciudades, el urbicidio implica una aniquilación simbólica de la memoria de los pueblos y de las comunidades creadas en el entorno urbano.

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15
julio
2019

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Urbicidio. Insólita palabra cuyo uso aún resulta poco común, aunque permite una deducción rápida de lo que significa. Urbicidio. Del latín urbs (ciudad) y caedere (cortar, asesinar): violencia contra la ciudad. El término fue acuñado por vez primera en 1963 por el prolífico escritor de ciencia ficción inglés Michael Moorcock. Más tarde, distintos movimientos norteamericanos críticos con los planes de reestructuración urbana de esa misma década lo hacen suyo para denunciar que la reorganización gubernamental de algunos lugares, como el Bronx, implicaba la consciente eliminación de algunos de sus rasgos identitarios.

Hay que esperar hasta el año 1992 para que esta palabra, urbicidio, se hiciera tristemente popular. Un grupo de arquitectos bosnios la utilizaron para definir la violencia que había sufrido Sarajevo durante la cruenta Guerra de Bosnia, que transcurrió entre 1992-1995 —y que causó 100.000 víctimas registradas y 1,8 millones de desplazados, según los informes internacionales—. Este conflicto supuso la aniquilación absoluta del entramado e infraestructuras urbanas, con la consiguiente imposibilidad de acceso de sus ciudadanos a bienes básicos como agua, medicinas o alimentos. ¿Recuerdan esas espantosas imágenes, aún recientes, de Alepo, esa ciudad fantasmagórica convertida instantáneamente en un asentamiento de ruinas casi imposibles? De eso hablamos cuando empleamos el término urbicidio.

La guerra va tanto de aniquilar culturas como de ocupar territorios: si se elimina el pasado, falsificarlo resulta mucho más fácil

Vukovar, principal puerto fluvial de Croacia, sufrió durante 87 días un asedio capitaneado por el Ejército Popular Yugoslavo entre agosto y noviembre de 1991, en la que fue, en su momento, la batalla europea más feroz y larga. Vukovar fue la primera gran ciudad totalmente destruida desde la Segunda Guerra Mundial: hasta un millón de proyectiles cayeron sobre ella y tres cuartas partes de los barrios que la componía desaparecieron. No solo se destruyeron viviendas —incluida la del Nobel de Química Lavoslav Ruzicka—, sino que el urbicidio de la guerra borró del mapa escuelas, hospitales, museos, fábricas, iglesias o el castillo medieval de Eltz.

Exterminio de la memoria

Además de la destrucción material de las ciudades, el urbicidio implica una aniquilación simbólica de la memoria de los pueblos. De los 957 monumentos listados como patrimonio en Varsovia antes de la II Guerra Mundial, la contienda devastó 782, y 141 quedaron seriamente dañados. Los detalla el periodista y experto en reconstrucción londinense Robert Bevan en su ensayo La destrucción de la memoria (La caja books), en el que describe distintos urbicidios históricos, demostrando que la guerra va tanto de aniquilar culturas, identidades y recuerdos como de matar personas y ocupar territorios. Si se eliminan los vestigios del pasado, falsificarlo resulta mucho más fácil. No es casual que Al Qaeda escogiera como blanco de sus ataques del 11-S las Torres Gemelas, ni que dinamitaran los budas de Bamiyan en 2001. Tampoco que Stalin derribara la Catedral de Cristo Salvador en Moscú que, pese a que el propósito era reemplazarla por el Palacio de los Soviets, lo que ocupó ese espacio durante décadas fuera una piscina.

En 2007, el Tribunal Internacional absolvió a Serbia de la reparación material a Bosnia porque el urbicidio no está reconocido legalmente

Destruir las ciudades (Dubrovnik, pongamos por caso), ejercer violencia sobre ellas y erradicar sus símbolos es una estrategia antigua. La han usado desde Mao, Pol Pot o los aliados en la II Guerra Mundial —nadie es inocente en tiempos de guerra— hasta los grandes imperios a lo largo de la historia de la humanidad: los babilonios al derribar el Templo de Jerusalén, los estragos causados por Hernán Cortés en las ciudades aztecas, el urbicidio armenio o el terrorismo del IRA. También Hitler dio órdenes a sus secuaces para que volaran la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, Notre Dame y Los Inválidos con cohetes V2. Por fortuna, Dietricht von Choltitz, gobernador militar alemán de París, desobedeció la orden en un desacato que logró salvar un importante patrimonio artístico.

Se destruye la ciudad, sus centros neurálgicos y también su periferia, como ocurrió con la ‘Operación Murambatsvina’ (sacar la basura, literalmente en shona, lengua bantú), una campaña dirigida por el gobierno de Robert Mugabe y desarrollada en Zimbabue en 2005 que ocasionó setecientos mil refugiados tras las actuaciones contra los centros de oposición situados en las barriadas de Harare y de otras ciudades.

El urbicidio no es delito

A día de hoy no hay ninguna referencia explícita al urbicidio en el derecho internacional. Sin embargo, a nadie se le escapa que tiene que ver con el genocidio: conculca el derecho a una vivienda, a la vida, a la privacidad, a la libertad de movimiento o a la integridad psíquica. Que el urbicidio no conste oficialmente como delito es la razón por la que, en 2007, el Tribunal Internacional absolvió a Serbia de la obligación de reparación material a Bosnia, pese a que reconoció la existencia de genocidio.

La palabra urbicidio también designa a los desastres que afectan a las ciudades y no tiene origen humano

La palabra urbicidio también designa la violencia que soportan las ciudades y que no tiene origen humano. Bajo ella se encuentran, por ejemplo, situaciones como la provocada por el huracán Katrina a su paso por Nueva Orleans en agosto de 2005. Es el que ha provocado más daños económicos de toda la serie de huracanes registrados, así como uno de los cinco más mortíferos de la historia de Estados Unidos: causó la muerte de, al menos, 1.833 personas y los daños materiales que originó que cifraron en 108.000 millones de dólares.

Los edificios que conforman las ciudades son espacios que se habitan, constituyen lugares comunes y compartidos y, por tanto, heterogéneos. El urbicidio no es solo —como si fuera poco— la destrucción material de los elementos constitutivos de las ciudades, sino que acaba con la existencia de lo diferente: aniquila la construcción de comunidad que supone cualquier entorno urbano y destruye la posibilidad del ser con otros.

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