Opinión

Fake news: la nueva arma de destrucción masiva

El periodista David Alandete explica cómo se utilizan las noticias falsas y los hechos alternativos para desestabilizar la democracia en su último libro ‘Fake news: la nueva arma de destrucción masiva’ (Deusto).

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21
febrero
2019

Desde que el actual modelo de Estado democrático se consolidara en Europa y Norteamérica después de la segunda guerra mundial, los periodistas hemos ido administradores de un derecho que no nos pertenece: el de una sociedad a estar bien informada. Son las dictaduras y los regímenes autoritarios los primeros que históricamente han metido a periodistas en la cárcel y han instaurado desde bien temprano imperios de propaganda a través de los cuales aniquilan cualquier crítica, mezclando hechos, opiniones y mentiras. Ya lo decía Thomas Jefferson, tercer presidente y padre fundador de Estados Unidos, en una carta escrita en 1789: «Cuando la ciudadanía está bien informada se le puede confiar su propio gobierno». Por eso es tan preocupante que, durante una crisis como la catalana, medios financiados por Rusia y dirigidos por personas que han definido su labor en términos militares se lanzaran a publicar todo tipo de información errónea y creo que maliciosa: nuevos mapas de Europa con cuarenta y cinco nuevos países, listas de apoyos gubernamentales a la república catalana y la ya célebre cifra de los mil heridos en el referéndum. En Rusia, por cierto, han muerto en circunstancias sospechosas sesenta periodistas desde la caída del comunismo.

Las primeras informaciones que publiqué en El País sobre este asunto fueron recibidas al principio con un mutismo que, lo admito, me extrañó. El gobierno no se pronunciaba, la oposición no sabía muy bien qué decir y el resto de los medios se resistía a hacerse eco del asunto, que les resultaba ajeno. La pregunta que me formularon muchos compañeros era: «¿Qué se le ha perdido a Rusia en Cataluña?». Y la verdad es que estoy convencido de que nada, sobre todo teniendo en cuenta que el separatismo está penado en aquel país con cárcel. La independencia catalana es un pretexto, un hecho noticioso que ocurrió en aquel momento adecuado para que una maquinaria ya experimentada en batallas políticas en Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia e Italia pasara a operar también en España, ya que para eso contaba con dos grandes canales en español.

En El País estuvimos informando en solitario unas cuantas semanas hasta que tanto la Unión Europea como la OTAN confirmaron estas injerencias, obligando al gobierno a llevar el problema a Bruselas y al Congreso a abrir dos comisiones, una a puerta abierta y otra en secreto. Por aquel entonces, hasta el propio Putin se había pronunciado sobre esta crisis, en unos términos idénticos a los de los medios estatales de su país: el caso catalán era la consecuencia de que Europa hubiera favorecido calladamente la independencia de Kosovo y se hubiera opuesto a la de Crimea.

«No debemos darle a Trump y a los partidos xenófobos europeos el monopolio de llamar a las cosas por su nombre»

Con la generalización de los móviles conectados a internet y las redes sociales, el periodista ha quedado muy desprotegido. Ya no le sirve el amparo del medio en el que firma. Sus lectores y sus críticos le pueden interpelar directamente, y no siempre de forma precisamente constructiva. En El País padecí, como otros compañeros, verdaderas campañas de acoso contra mí por parte de los independentistas catalanes, protegidos muchas veces por el anonimato que facilitan plataformas como Twitter, con todo tipo de injurias y calumnias y con un objetivo claro: que, a la siguiente, el periodista se lo pensara dos veces antes de firmar una información controvertida.

Desde luego, no es plato de buen gusto ser acusado a diario de fascista, nazi, demente, propagandista o agente secreto. Muchos fueron los que me dijeron directamente que, dadas las circunstancias, era un acto de valentía formar cualquier cosa sobre las injerencias rusas y Assange. Algunos reporteros incluso pedían que se le retirara la firma de algunas crónicas especialmente sensibles. Y precisamente eso es una anomalía y un grave daño. Valentía en periodismo es acudir a una guerra o moverse en regímenes autoritarios, no informar de hechos. Y la firma no es solo un privilegio del autor, es una obligación y una garantía para el lector de que alguien con nombre y apellido se responsabiliza de lo que dice en un medio. Por eso, las notas de medios rusos carecen por sistema de firma, a pesar de la osadía de sus afirmaciones.

Toda esta crisis se enmarca en un contexto inédito en el que la desinformación ha tenido un papel central en procesos políticos con efectos reales en las elecciones en Estados Unidos e Italia o el referéndum de salida del Reino Unido de la UE. Por primera vez, políticos y gobernantes populistas con poder –incluidos los catalanes– han convertido a la prensa en el objeto principal de sus críticas, «el partido de la oposición», como le llama Steve Bannon, el polémico consejero de Trump, hoy centrado en llevar sus ideas ultranacionalistas y antiinmigración al corazón de Europa. Y a pesar de que precisamente Trump le ha dado una carga política y negativa al término «noticias falsas» o fake news, yo defiendo su uso, en lugar del término genérico «desinformación» que recomiendan tanto el Parlamento británico como la Comisión Europea. Creo que no debemos darle a Trump y a los partidos xenófobos europeos el monopolio de llamar a las cosas por su nombre. Las noticias falsas son precisamente eso: noticias con datos erróneos, exagerados o manipulados, que pervierten el oficio del periodismo con una finalidad política. Si comenzamos a ceder incluso en la terminología, la batalla por proteger la fortaleza e independencia de la prensa estará perdida de antemano.

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