Opinión

La mecha de la insolidaridad

«Las fronteras siempre dejan a alguien fuera, por lo general a los más débiles», escribe Pablo Blázquez, editor de Ethic.

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18
febrero
2018

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La fragilidad de nuestros logros se torna inequívoca cuando observamos, en el seno de sociedades abiertas, progresistas y cosmopolitas, el triste renacimiento de esos nacionalismos identitarios y rupturistas que envenenaron Europa hasta reducirla a cenizas y teñirla de sangre. Desde que la mecha del nacionalismo prendiera fuego en el siglo XIX, estos se convirtieron en un relevo natural de las viejas guerras de religión, es decir, un terreno siempre fértil para sembrar el fanatismo, el odio y la crispación, y donde se guarecen, pastan y engordan unas clases dirigentes cum laude en corrupción.

«Las fronteras siempre dejan a alguien fuera, por lo general a los más débiles»

Motivado por la lectura de un texto periodístico de Guillermo Altares, devoré El mundo de ayer, las memorias del escritor judío vienés Stefan Zweig (editadas por Acantilado con la elegancia que caracteriza a esta casa), que para muchos se han convertido en el equivalente literario de El Himno de la Alegría de Beethoven, un canto insobornable a los valores de Europa, pero también, conviene subrayarlo, una advertencia sobre la fragilidad de nuestros logros. El maestro Zweig, cuya huida de los nazis tuvo, como sabéis, un trágico final y, preso de la más profunda desesperación, convencido de que Hitler iba a ganar la guerra, acabó suicidándose junto a su mujer a miles de kilómetros de su hogar, en Petrópolis (Brasil), nos deja en sus memorias estas líneas escritas: «Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de las pestes, el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea». Lo relevante de la mirada ética de Zweig es que abomina del nacionalismo porque sabe que, en última instancia, supone la exclusión y el rechazo al otro. La quiebra de la convivencia y del principio de igualdad entre personas son consecuencias de orden lógico una vez que se ha prendido la mecha de la insolidaridad.

Por muchos claveles que arrojen los borreguitos de la posverdad, en las fronteras lo que siempre florecen son cardos y kilómetros de alambre, cuchillas y mallas. Por mucho mambo y buen rollito libertario que algunos «independentistas sin fronteras» (sic) quieran darle a su Arcadia feliz, la realidad no puede deformarse: las fronteras siempre dejan a alguien fuera, por lo general a los más débiles. Como canta Joan Manuel Serrat, «prefiero los caminos a las fronteras / y antes que nada soy partidario de vivir».

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«’El mundo de ayer’, de Stefan Zweig, es una advertencia sobre la fragilidad de nuestros logros»

Nota freak a pie de página: Estos últimos días he combinado la ingesta de actualidad informativa en torno al conflicto catalán con la última temporada de ese fabuloso ejercicio de nostalgia cinematográfica ochentera que es Stranger Things. En los subsuelos de Hawkins, el (aparentemente) apacible pueblo donde se desarrolla esta entretenidísima serie –que rinde tributo a muchos: desde Steven Spielberg a David Lynch o Ridley Scott–, crece como un virus bajo la tierra el Up Side Down, un lugar tétrico donde anida el odio y que también deja en el suelo cicatrices de sangre y fuego. Algunas noches, tras engullir varios capítulos de esta serie de ciencia ficción de Netflix, ponía la televisión o me zambullía en algún medio digital para ver cuál había sido el último desenlace del esperpento que hemos vivido en Cataluña (así tengo últimamente la tensión). ¿Y sabéis qué? La conclusión era nítida: en lo que se refiere a delirios colectivos, la realidad siempre vapulea a la ficción.

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