Opinión

La buena muerte

¿Puede un ser humano aceptar desde la templanza aquello que trunca lo único que ha tenido, la vida misma? No es fácil, pero es lo deseable. Al fin y al cabo, esa es nuestra única certeza, que moriremos.

Artículo

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
14
febrero
2018

Artículo

En la cultura española, la muerte, invocada de manera sutil, escabrosa, obscena, simbólica o mística, ha tenido un protagonismo constante. Basta recordar algunas de nuestras tradiciones, desde la fecundidad de los autos sacramentales (que no dejan de ser un homenaje al memorial de la muerte y resurrección), los Oficios de Tinieblas de Semana Santa, las corridas de toros, la solemnidad del Día de los Difuntos (con su espléndido homenaje dramático, primero El burlador de Sevilla, de Tirso, después, Don Juan Tenorio, de Zorrilla), la leyenda gallega de la Santa Compaña (esa fantasmagórica procesión de ánimas que anuncia lo funesto), el luto (llevado al extremo por las cobijadas, en Vejer de la Frontera, a las que únicamente se las veía los ojos), san Pascual Bailón (santo aragonés que, rezándole, te avisa tres días antes de tu deceso)…

Sin embargo, hoy en día muchas de esas costumbres han caído si no en el olvido sí en desuso. La muerte en nuestras sociedades es casi una muestra de mal gusto. Ya no se muere uno en su casa, tampoco –salvo en los pueblos- se vela al difunto en el hogar, flanqueado el féretro por cuatro velones mientras el acompañamiento toma café y dulces caseros. Nuestra sociedad parece inducirnos a olvidar la muerte, a anestesiarla. Cada vez hay menos cementerios (del griego koimitiríon, «donde duermen los muertos») y más jardines (de la paz, del recuerdo… donde enterramos a los que se van). El duelo está estipulado incluso por ley: cuatro días si el familiar es de primer grado y se le da tierra a más de doscientos kilómetros del lugar de trabajo, etc. Incluso el morir mismo se realiza casi de manera clandestina, en hospitales cubiertos de cables que penetran por distintos orificios del cuerpo que abandona la vida. Y para quien se queda y sufre la pérdida, una buena dosis de antidepresivos.

Nuestra sociedad parece inducirnos a olvidar la muerte, a anestesiarla

En Crónicas de vida y muerte (Gradiva), sus memorias póstumas, recientemente publicadas en España, el conocido neurocirujano João Lobo Antunes (1944-016), hermano del espléndido escritor portugués António Lobo Antunes, reflexiona sobre la necesidad de no perder de vista la importancia de la muerte. «La dignidad en la vida y en la muerte es inevitablemente personal», nos dice, al tiempo que anima a reflexionar sobre la muerte propia: dónde, cómo, con quién morir. Se sabe que, por lo general, es algo que no depende de cada cual, pero nos ayuda a encaminarnos al cumplimiento de ese deseo.

El filósofo y catedrático de Derecho Constitucional inglés Ronald Dwokinnos recuerda que la muerte tiene una importancia simbólica esencial, para quien muere y para quienes lo acompañaron en vida. Se pretende, en la medida de lo posible, que la muerte exprese los valores que hayan sido importantes en la vida de quien en se va. Morir como se vive.

Dejar ‘la casa dispuesta’

Para Marisa Gutiérrez, psicóloga especializada en terapias de duelo, «es fundamental preparar una ‘buena muerte’, dejar los asuntos pendientes cerrados, dentro de lo posible, no sólo en cuanto a cuestiones materiales, que también, para evitar posteriores conflictos que, al mezclarse con dinero, pueden ensombrecer el recuerdo del fallecido y enturbiar su memoria, sino cerrar esas cuentas pendientes que muchos tenemos. A mi consulta han llegado personas que sabían que se iban a morir y que querían pedir perdón a algún familiar con el que llevaban años sin hablarse, pero no sabían cómo hacerlo; es importante prepararse para la muerte, y para recibirla es indispensable estar en paz, consigo mismo y con aquellas personas a quien queremos. Un hijo que no hemos reconocido, un amor que no hemos confesado, una mala acción que hemos ocultado toda la vida y que, cuando se acerca la muerta, nos pesa demasiado…»

La psicoterapeuta argentina Viviana Bilezker fundó hace veinte años la asociación civil El faro, que se dedica a acompañar a personas que saben que su muerte es inminente. Ella insiste también en la importancia de «estar al día en los asuntos materiales» pero del mismo modo en la trascendencia de «cuidar los vínculos afectivos», decir aquello que nos hemos callado (por pudor, por vergüenza…) a quienes forman parte de nuestra vida. Por ejemplo.

En ocasiones, nos insiste Bilezker, cuando se aproxima la muerte, en vez de buscar la paz, esa paz se altera al surgir resentimientos que estaban larvados en nuestro interior, una impotencia de algo que no hemos sabido resolver y que se nos presenta en nuestros últimos momentos. «Estos sentimientos hay que elaborarlos para poder morir con la paz de ánimo que requiere el momento». Hay que enfrentarse a esto, también.

La ¿indignidad? de la dependencia

Lobo Antunes resume en dos las actitudes del moribundo: o el estoicismo radical o la desazón humana. Del primero nos da cuenta La muerte de Iván Ilich, esa conmovedora novela de Tolstoi: «Quería llorar, quería que lo acariciasen, que llorasen con él; y he aquí que parece su colega Schébek: en vez de llorar y pedir cariño, Iván Ilich asume un rostro serio, severo, pensativo y, dejándose llevar por la fuerza de la costumbre, da su punto de vista sobre el alcance de un Decreto del Tribunal de Recursos, insistiendo en su defensa. Y esta falsedad que le rodea y que le invade, envenena más que otra cosa los últimos días de Iván Ilich».

El neurocirujano insiste en que la dignidad no se quebrante porque el moribundo tenga miedo, llore. Para él «la dignidad es intrínseca a la propia estructura metafísica e independiente del desempeño temporal de sus virtudes». La dignidad la mantiene uno por ser humano, y un humano llora, y necesita sentir trenzada la mano de una persona querida que acompaña. Y quien acompaña, cierra Lobo Antunes, otorga el respeto, el reconocimiento y el compromiso con esa misma dignidad: «Es fácil identificarme con quien sufre como un hermano en el destino».

Lobo Antunes resume en dos las actitudes del moribundo: o el estoicismo radical o la desazón humana

«La pérdida de la independencia física es demoledora en algunas personas, que sienten una enorme vergüenza al no poder realizar las tareas básicas de un ser humano por sí mismos: lavarse, comer, ir al baño… Y, aunque no confiemos esta ayuda a cualquier, hay que aprender a pedirla, a sabernos frágiles, incapaces, incluso, y valorar el acto de amor de quien se ofrece, al igual que quien se ofrece valora el acto de valentía y humildad de quien pide esa ayuda. No hay nada indigno en esto. Al contrario. Al igual que venimos al mundo y todo nos lo tienen que hacer (limpiar nuestros excrementos, darnos de comer, taparnos, etc.) a veces, antes de irnos de esta vida, también necesitamos ayuda para todo eso, y nos permite una complicidad tan llena de amor que si fuéramos conscientes de ella la vergüenza no tendría lugar», explica Juan Ramos, psicólogo que atiende este tipo de casos.

¿Ayuda la fe a recibir pacíficamente la muerte? «No siempre. A veces da consuelo, porque sentimos que nos reuniremos con ese Dios al que nos hemos confiado, pero si existe culpa de algún tipo, podemos engendrar la idea de castigo y eso puede atormentarnos, al igual que una duda última que se desprende de una fe no cultivada o débil; por otro lado, las personas que no creen en una vida posterior, pueden sentir una gran angustia ante su final, o bien la paz de que todo ha terminado», apunta Javier, un párroco del madrileño barrio de Vallecas.

¿Hay, de veras, una buena muerte? ¿Puede, un ser humano, aceptar desde la templanza aquello que trunca lo único que ha tenido, la vida misma? No es fácil, pero es lo deseable. Al fin y al cabo, esa es nuestra única certeza, que moriremos. Preparémonos, pues, para morir felices, como propone el teólogo suizo Hans Küng en Humanidad vivida: «Morir feliz para mí significa una muerte sin nostalgia ni dolor por la pérdida, sino una muerte con una completa una profundísima satisfacción y paz interior».

ARTÍCULOS RELACIONADOS

OFRECIDO POR
Cabecera

¿Somos inteligentes?

Federico Buyolo

Aunque la pregunta debería contestarse sola, ¿cómo podemos manejar la IA?

La zona de interés

Luis Suárez Mariño

La película ‘La zona de interés’ nos hace reflexionar: ¿hasta qué punto somos capaces de cauterizar nuestra conciencia?

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME