Cambio Climático

Italo Calvino o la profecía de la contaminación

El escritor italiano Italo Calvino publicó en 1958 ‘La nube de smog’, una distopía que se está convirtiendo en una espeluznante realidad en algunas zonas del planeta.

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06
noviembre
2017

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Imaginen una ciudad en la que los niveles de polución provocasen que una fina pero persistente capa de suciedad quedase impregnada en la piel. Como la salobre película que sentimos en el cuerpo en ciertas regiones marítimas, pero con la sensación de suciedad adherida. De mugre persistente. Imaginen que se lavan, una y otra vez, con una entrega próxima a la neurosis y que de nada sirve. Que en apenas unos minutos esa inmundicia que segrega la contaminación vuelve a tatuarse en nuestro cuerpo. Habrá quien piense que se trata de una terrorífica profecía. Porque, a veces, lo peor del presente es el futuro.

Más de dos mil seiscientos españoles mueren prematuramente al año a causa de la contaminación, según el último informe del Departamento de Epidemiología y Bioestadística de la Escuela Nacional de Salud Pública del Instituto Carlos III. Cada año. Nueve millones en todo el mundo, si incluimos la depravación del agua, la tierra y el aire. El escritor italiano Italo Calvino, aunque nació circunstancialmente en La Habana, ya lo predijo en 1958 cuando publicó ‘La nube de smog(acrónimo de ‘smoke’, humo, y ‘fog’, niebla), una distopía que se está convirtiendo, sobre todo en algunas zonas del planeta, en una espeluznante realidad.

La insalubridad ambiental provoca nueve millones de muertes prematuras al año

El protagonista de la novela de Calvino encuentra trabajo en una remota ciudad como redactor de la revista ‘La Purificación’, dirigida por el ingeniero Cordá, y dedicada a la denuncia de la contaminación atmosférica así como a la investigación de posibles soluciones que mejoren la calidad del aire.

Al llegar a la urbe, encuentra un panorama desolador: todo está sucio, cualquier superficie, infiltrada por una delgada capa de inmundicia, un polvillo fino que, por más que uno se afane en eliminar, brota de nuevo. «Aquellas fachadas de casas ennegrecidas, aquellos vidrios opacos, aquellos antepechos de ventanas donde no era posible apoyarse, aquellos rostros humanos casi borrados, aquella calígine que con el avance del otoño perdía su aroma húmedo de intemperie y se convertía en algo como una cualidad de los objetos, como si cada ser y cada cosa fuera teniendo día a día menos forma». Una contaminación que engendra un ungüento pegajoso y persistente. Imbatible.

Ni siquiera el brío y la constancia de la patrona de la pensión donde reside nuestro protagonista, pertrechada de bayeta, todo tipo de desinfectantes, fregonas, cubos de agua y remedios heterodoxos pueden combatir. «Cada vez que volvía a casa, de solo usar las llaves de cuatro cerraduras o candados y meter después los dedos entre los listones de la persiana para abrir y volver a cerrar la ventana, me ensuciaba las manos, así que entraba con ellas en alto para no dejar huellas e iba de inmediato al lavabo».

Nada extirpa ese hollín, ese polvillo, ese smog que invade la vida misma.

Nuestro modesto periodista trata de leer para zafarse del ambiente irrespirable, pero hasta los libros quedan cubiertos por esa capa casi mucosa que le priva, incluso, del placer de la lectura. Nuestro modesto periodista sobrevive como puede. Pero aún le queda por conocer el ángulo perverso de todo aquello. El ángulo del horror.

Con el transcurrir de los días, descubre que la revista para la que trabaja, ‘La Purificación’ (se insiste esta vez para acentuar lo burlesco de la cabecera), no vende un solo ejemplar. Escribe para nada. Sin lector alguno. El absurdo. Decide investigar para atenuar su estupor, tan tenaz como el smog, y comprueba que el ingeniero Cordá, en apariencia un hombre comprometido, activista en sus planteamientos ecológicos, en realidad resulta ser propietario e inversor de varias de las empresas más contaminantes, las mismas que causan ese hollín desquiciante e insalubre, mortífero. El ingeniero Cordá no es más que un cínico depravado, un desvergonzado hombre de negocios que invierte parte de sus copiosos beneficios en un lavado de cara de su actividad egoísta y alevosa. ‘La Purificación’, por tanto, no deja de ser un placebo, una estafa, un desvío de atención para ocultar el delito (de leso ecologismo).

Pero la crítica sacude otros estamentos sociales e incluso advierte de que una ciudad inhabitable crea vínculos sentimentales nocivos. Así, el personaje del sindicalista Basaluzzi, se pierde en la construcción de sus teorías antisistema, dejando de lado la acción. Habla, pero no actúa. Incurre, como tantos otros, en la omisión. Y, en medio de una ciudad tiznada, que apenas ofrece posibilidad de esparcimiento, el miedo a la soledad, a quedar pegado de una vez por todas a ese temible y desesperante hollín, hace que nuestro protagonista mantenga una relación con Claudia, a la que no comprende, ni se aportan nada, salvo la falsa impresión de combatir juntos la soledad.

En uno de sus desolados paseos, nuestro periodista de provincias llega hasta el extrarradio, y allí conoce a qué se dedica la gente de las zonas marginales: a lavar la ropa de quienes viven en la urbe, cubriendo los prados de manteles y sábanas y ropa interior y todo tipo de prendas blancas. Como si el blanco fuera el repelente eficaz contra lo infecto de la contaminación. Los más desfavorecidos trabajando –en qué condiciones– para los del estamento superior, para los poderosos, para los pudientes, en mayor o menor medida. Todos se pudren, poco a poco, en esa polución letal. Incluso quienes se enriquecen a mansalva con ella. Justicia, al menos, poética. Hasta la naturaleza sucumbe ante el smog.

Calvino fue apocalíptico en su narración. Un profeta funesto. Incómodo. Pero, como en tantas otras ocasiones, la realidad arrolla a la ficción, y el italiano tuvo en qué cimentar su historia. Unos años antes de que saliera a la venta ‘La nube de smog’, en 1952, se produjo en Londres uno de los más trágicos impactos medioambientales de los que se tiene constancia. Entre el 5 y el 9 de diciembre, un descenso drástico de las temperaturas, combinado con un crecimiento incontrolado de quema de combustibles fósiles en la industria, los transportes y los hogares (en aquel tiempo se usa carbón de baja calidad, rico en cambio en azufre), produjo una niebla contaminante que acabó con la vida de doce mil londinenses y dejó enfermos a unos cien mil. La mayoría niños, ancianos y personas con problemas respiratorios previos.

Había zonas de la ciudad en las que resultaba imposible el tráfico. Teatros y cines tuvieron que cerrar debido a que la niebla se filtraba impidiendo ver las plateas y las pantallas. Aquella tragedia se conoce como ‘La gran niebla de Londres’.

Desde entonces, los niveles de contaminación han crecido exponencialmente. En cierto modo, vivimos en nidos de polución, nos hemos acostumbrado a ella, como los habitantes de la ciudad retratada por nuestro protagonista se acostumbraron a ese hollín, a esa mugre contaminante, a ese smog. Nos hemos acostumbrado a tirar toneladas de alimentos, a comprar por defecto productos en envases, a ensuciar las calles, a no reciclar, a consumir de manera salvaje. Todo eso deteriora el aire. Contamina. Ya se dijo: lo peor del presente es el futuro. Que no lo sea.

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