Educación

Reivindicando el consenso y el espíritu de los constituyentes del 78

«Si algo nos enseña la historia de España es que desde el frentismo y la división no se puede construir un proyecto común», escribe Luis Suárez Mariño.

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27
octubre
2017
constitución

En una entrevista de hace años, Paul Preston, uno de los más prestigiosos hispanistas, explicaba la historia contemporánea de España cómo «una serie de intentos de modernizar el país que, desafiando el sistema de poder social, económico o político dominante, fueron sofocados por este, retrasando el reloj de la Historia».

Entre los años 1917 y 1923, resumía Preston, hubo movimientos progresistas y revolucionarios que fueron aplastados por la Dictadura de Primo de Rivera; luego, a finales de los 20 y principios de los 30, otro impulso de modernización fue la II República, sofocada por el levantamiento militar del General Franco. Al final de ese último periodo de reacción: la Dictadura de Franco, hubo unos cambios sociológicos y económicos que propiciaron, tras la muerte del dictador, un gran movimiento popular que desembocó en la liberalización y democratización del país, lo que conllevó la integración de España en la C.E.E.

Ese avance sustancial, desde la perspectiva legal, vino de la mano de la Constitución del 78, nacida del deseo colectivo de mirar hacia el futuro.

Precisamente, la voluntad de construir un futuro esperanzador como motor del cambio quedó patente en el propio preámbulo de la Carta Magna, en la que se proclama «el deseo de la Nación española de establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran; de garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo; de consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular; de proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones; de promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida y de establecer una sociedad democrática avanzada, colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra».

Echando hoy la vista atrás, convendremos que esa ambiciosa declaración de intenciones se ha cumplido -con todos sus errores y defectos- de manera más que razonable.

Sin embargo, aprovechando el descontento social derivado de las consecuencias de la mayor crisis económica que ha sufrido Occidente, algunos actores del panorama político actual se han puesto como objetivo -declarado o no- el arrumbar la Constitución del 78, ligando la misma -sin solución de continuidad- al franquismo; empeñándose en que los más jóvenes dejen de conocer, y los no tan jóvenes olvidemos, que la Constitución de 1978, cuyo periodo de vigencia resulta inaudito en la historia de España, fue la primera alcanzada por consenso -que parecía en aquel entonces inalcanzable- entre todas las fuerzas políticas, incluidos el partido comunista, legalizado tras la muerte del dictador, y los nacionalistas catalanes.

El 7 de octubre de 2003, con motivo del 25 aniversario de la Constitución, los padres de la Carta Magna hicieron público un manifiesto: «La Declaración de Gredos» (llamada así porque se hizo desde el parador Nacional de Gredos, el mismo lugar donde en 1978 se habían consensuado las líneas generales de la Carta Magna).

En dicha Declaración, los constituyentes dejaban un mensaje, que conviene recordar: «Que, con independencia de sus méritos jurídicos, sus eventuales deficiencias o las libres opiniones sobre su perfectibilidad, permanecen incólumes el espíritu de reconciliación nacional, el afán de cancelar las tragedias históricas de nuestro dramático pasado, la voluntad de concordia, el propósito de transacción entre las posiciones encontradas y la búsqueda de espacios de encuentro señoreados por la tolerancia que constituyen la conciencia moral profunda de nuestro Texto Constitucional».

En esa declaración, también se hacía expresa mención a que, puesta a prueba la mayor parte de las Instituciones previstas en la Constitución, «se ha acreditado su aptitud para permitir el desarrollo de alternativas de gobierno de muy distinto signo ideológico, para tutelar la ordenada sucesión de legislaturas y gobiernos, y hacer posible, estabilizar y legitimar las alternancias políticas».

Del mismo modo, sin pretender atribuir al solo efecto de la Norma Fundamental la evidencia de las grandes transformaciones verificadas en todos los órdenes de la vida nacional, los padres de la Constitución, ponían de manifiesto que la misma «había tenido y tiene la virtualidad de amparar e impulsar el fortalecimiento de los derechos individuales y las libertades civiles y su garantía jurisdiccional efectiva; la expresión del pluralismo legítimo; la modernización de España en los ámbitos, social, económico y cultural; la inserción de España en las organizaciones supranacionales connaturales a nuestra historia, identidad y entorno, y el reforzamiento de la presencia española en el mundo».

Igualmente, aun cuando el título VIII dedicado a la organización territorial del Estado, fuera el de más difícil desarrollo, pasado el tiempo, los constituyentes destacaban que «el Estado Autonómico representa el proyecto descentralizador del poder político más importante de la historia de España, amparado por el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran».

Que la Constitución ha facilitado la mayor época de estabilidad y prosperidad de la historia de España es un hecho evidente.

Si nos fijamos, quienes se afanan en que se derogue de facto o de iure la Constitución y se empeñan en deslegitimar el origen de la misma, lo hacen criticando su propio fundamento: la indisoluble unidad de la nación española (art. 2) o la monarquía parlamentaria como forma de estado (art. 1.2), dejando de lado otros aspectos de mayor trascendencia para la mejora de la vida de los ciudadanos.

Precisamente, la legitimidad de origen de la Constitución de 1978 deviene de que fue votada por la nación española (el 87,78% de votantes, que representaban el 58,97% del censo electoral) en quien reside el poder constituyente.

Cuando se pretende enfrentar legalidad con democracia, se pasa por alto algo esencial: que la legitimidad democrática de una actuación política consiste básicamente en su conformidad con la Constitución y con el resto del ordenamiento jurídico emanado de los poderes del Estado que encuentran en ella su legitimidad y su crisol, pues, solo hay legitimidad cuando la actuación de los ciudadanos y los poderes públicos se adecua a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. (art. 9 de la Carta Magna).

Por ello, resulta una obviedad, que hoy parece necesario recordar, que no cabe democracia opuesta a la Constitución como norma de convivencia suprema, o al resto del ordenamiento jurídico que dimana y tiene legitimidad jurídica bajo su paraguas.

Preservar y fortalecer el Estado social, incluyendo, como algunos partidos propugnan, una disposición que obligue a garantizar presupuestariamente dichos derechos, fortalecer la democracia, también la de los propios partidos, haciéndola más participativa, reformar la ley electoral, mejorar la justicia para hacerla más ágil y preservar su independencia, adoptar medidas eficaces para luchar de manera efectiva contra la corrupción, hacer del Senado una verdadera cámara de representación territorial, clarificar las competencias de ayuntamientos, autonomías y del Estado, evitando duplicidades, son objetivos que tienen tener encaje en el actual texto constitucional.

También resulta plausible reformar la Constitución procurando conformar la misma a las aspiraciones de todos, pero como pedían también los constituyentes en la «Declaración de Gredos» a la que antes hacíamos referencia, «acomodando la reforma a las reglas del juego que la propia Constitución establece; y abordándola con idéntico o mayor consenso al que presidió su elaboración».

Si algo nos enseña la historia de España es que desde el frentismo y la división no se puede construir un proyecto común. El futuro no está en derogar la monarquía -mientras el monarca cumpla la función que la Ley Suprema le atribuye- o en disolver la unidad territorial; el futuro se ha de construir contando con todos, y con la ayuda de todas las fuerzas políticas, fortaleciendo la integración social, desde una perspectiva europeísta, sin hacer tabla rasa de todos los logros conseguidos, proponiendo un proyecto sugestivo de vida en común, pues como filosofaba Ortega, para que haya una verdadera nación no basta con que se consolide una comunidad histórica cultural o lingüística dentro de un mismo territorio, pues la nación es, ante todo, un proyecto sugestivo de vida en común cuya realidad es dinámica. «No es la comunidad anterior, pretérita, tradicional o inmemorial -en suma: fatal o irreformable- (escribía Ortega en «La rebelión de las masas») la que proporciona título para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos nos reúne en el Estado».

Parece difícil atemperar los ánimos y reconducir la situación actual para dedicar las fuerzas de todos a ese empeño. Los constituyentes del 78 tenían un camino más difícil que recorrer. Hacía solo tres años de la muerte del dictador, y las heridas estaban aún abiertas; sin embargo, desde la generosidad y, también, ante el miedo de no caer en el abismo, personas que provenían de sectores ideológicos contrapuestos fueron capaces de construir un modelo de Estado que para la mayoría de los españoles resultaba ilusionante y esperanzador. Hoy, quizás hay abiertas también heridas que ponen de manifiesto la necesidad de reformar nuestra Constitución, y existiendo también miedo e incertidumbre de perder las libertades conquistadas, y el progreso y bienestar obtenidos, sea el momento de encontrar el consenso que haga realidad un proyecto que nos dé otros cuarenta años de paz, bienestar y prosperidad.

Luis Suárez Mariño es abogado.

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