Opinión

Diferencias entre la Revolución americana y la Revolución francesa

«La ventaja de la Revolución americana fue haber tenido como modelo la división de poderes; la desgracia de la francesa, la dictadura de la volonté générale, que asfixia la libertad».

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07
mayo
2018

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El propósito de este artículo es indicar los principales rasgos diferenciadores de las dos grandes revoluciones políticas burguesas del último cuarto del siglo XVIII, según los estableciera, con inusual conocimiento del tema y agudeza crítica, hace poco más de medio siglo, la pensadora alemana de origen judío Hannah Arendt, en su célebre ensayo Sobre la revolución (1963). En este penetrante libro dice Hannah Arendt que la diferencia de principio más importante desde el punto de vista histórico entre la Revolución norteamericana y la Revolución francesa estriba en la «afirmación únicamente compartida por la última, según la cual “la ley es expresión de la Voluntad General” (como puede leerse en el artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), una fórmula que no se encontrará, por más que se busque, en la Declaración de Independencia o en la Constitución de los Estados Unidos».

La «voluntad general» de Rousseau, que es la única que admite Robespierre, es todavía esa «voluntad divina» de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su fundamento y su explicación en la deificación del «pueblo» que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley».

Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto «arriba», en alguna región más elevada y trascendente. Es en el curso de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo, después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad de los girondinos, cuando la volonté générale de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos» suponía el consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la dinámica propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por esa otra abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es una e indivisible.

La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y, así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella, en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría».

La ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el haber tenido como modelo a Montesquieu, es decir, el principio de la división de poderes, mientras que la desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido como modelo a Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté générale, una pura abstracción racional que asfixia la libertad. De ahí el carácter mucho más violento y sangriento de la Revolución francesa y el embrión totalitario que se incubó en su seno. De hecho, Robespierre y la actuación del Comité de Salvación Pública fueron el mayor referente para Lenin.

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También, lamentablemente, ha sido mucho mayor la influencia de la Revolución francesa en comparación con el limitado alcance de la americana. Incluso ha habido un buen número de historiadores, inspirándose en buena medida en los análisis de Marx, que niegan que lo sucedido en las trece colonias fuese una revolución, opinión que se desvanece en cuanto nos damos cuenta que la Revolución americana puede llamarse así porque establece un nuevo cuerpo político, esto es, una nueva forma de gobierno.

La mucho menor preocupación por las formas de gobierno en Francia durante la revolución está estrechamente relacionada con la llamada «cuestión social», esto es, con el «imperio de la necesidad» y con la miseria de las masas, no solo en París, sino también en muchas otras ciudades y comarcas, que lastrarán y condicionarán desde el principio los acontecimientos, provocando una radicalización de la clase media baja y de los sans-culottes que terminará desembocando en el hecho de que durante un tiempo sean los enragés (los extremistas) los que determinen muchas de las decisiones más importantes, reorientando el curso de la revolución (la evolución misma de los acontecimientos empujó a que los malheureux, los «desgraciados», se convirtiesen en enragés).

«El ‘imperio de la necesidad’ terminará convirtiéndose en Francia en un factor decisivo que hará fracasar la fundación de la libertad»

Fue el historiador Albert Soboul quien en 1966, en su Compendio de la historia de la Revolución francesa, intentó justificar la actuación de Robespierre a partir de principios de junio de 1793, afirmando que algunas de las medidas extremistas propuestas por él (como, por ejemplo, que la propiedad se considerase una institución social, cuando aún no existía, ni en su mente ni en la de los revolucionarios, un pensamiento «comunista») lo que pretendían era atraerse a los desarrapados, mejor aún, mantenerlos bajo un cierto control, especialmente a la Comuna (Ayuntamiento) de París, para, de este modo, evitar la desafección de la burguesía revolucionaria respecto de la Revolución. Me parece una explicación plausible, incluso puede que bastante verdadera, pero ello no exculpa al Incorruptible de las atrocidades que se cometieron durante el Terror. Éste último fue certeramente pronosticado con excepcional prontitud, gracias a un minucioso análisis de los sucesos acaecidos hasta entonces, por Edmundo Burke, en su ensayo Reflexiones sobre la Revolución en Francia, publicado a finales de 1790 y cuyas premoniciones, a pesar de la rápida respuesta en contra de Thomas Paine con su Derechos del hombre (1791), se verían desgraciadamente verificadas por los hechos, como el propio Burke pudo constatar personalmente, pues murió en julio de 1797 (aunque no pudo conocer los masivos asesinatos de sacerdotes de finales del verano de ese año, durante el Segundo Directorio).

En las trece colonias, en cambio, no existía el inmenso problema de la miseria y de la pobreza de las masas. Es cierto que existía la esclavitud, sobre todo en las colonias del sur, pero ese hecho, por inmoral que fuese y por mucho que entrase en abierta e irresoluble contradicción con la Declaración de Independencia, no condicionó en absoluto el establecimiento final de una República cuya forma de gobierno era la más justa y avanzada, con diferencia, de la que pudiese haber en cualquier otro lugar, incluidas Gran Bretaña y Holanda.

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El «imperio de la necesidad» terminará convirtiéndose en Francia en un factor decisivo que hará fracasar la fundación de la libertad. Aquí, los Derechos del Hombre van a identificarse con los derechos de los sans-culottes. A la libertad, que no puede ser más que libertad individual, se opondrá la «virtud». Pero esta «virtud» propugnada por Robespierre, nada tenía que ver con la romana, «no apuntaba a la res publica»: «La virtud significaba―escribe Arendt―la preocupación por el bienestar del pueblo, la identificación de la voluntad de uno con la voluntad del pueblo―il faut une volonté UNE―, y todos estos esfuerzos iban dirigidos fundamentalmente hacia la felicidad de la mayoría». Adviértase la expresión en francés: «es necesaria una única voluntad». Infinita estafa para la libertad, pues lo que se hace no es más que identificar la voluntad de todos con la voluntad general. De este modo, perece la libertad individual, que será inmolada en el altar de una felicidad colectiva, esto es, abstracta. El imperio de la necesidad, la cuestión social, la miseria de las masas, hará posible el maridaje de la «virtud» con la «compasión». De ésta última nacerá el concepto clave, le peuple, un término, explica Arendt, que «llegó a ser sinónimo de desgracia e infelicidad».

No es este el momento ni el lugar, pero repárese en cómo el núcleo duro de Podemos en España, un partido de estructura, organización e ideología básicamente leninista, nos repite insistentemente que sus dirigentes se expresan en nombre de «la gente», vocablo igualmente demagógico con el que ha sido hábilmente sustituido el de le peuple o el de «proletariado». También esta formación política esencialmente inicua, desprecia la libertad individual y aspira a conformar un Estado totalitario, que significa sobre todo dos cosas: identificación del partido único con el Estado (como el Partido representa a «la gente», no puede ser más que uno solo, pues los otros irían contra «la gente»), y, en segundo lugar, destrucción del Estado de derecho, esto es, sometimiento de los tribunales de justicia al Partido y a las instituciones despóticas por él modeladas.

Por eso es tan importante, como decíamos al principio, no confundir el origen del Poder con la fuente de la Ley. Porque si se confunden, la ley democrática (es decir, justa, que respeta los derechos fundamentales y garantiza las libertades individuales) puede ser arbitrariamente violada y aplastada por una «mayoría» parlamentaria, incluso sustituida ilegalmente por otro nuevo ordenamiento jurídico, de tal manera que los tribunales de justicia serían meros instrumentos del Poder político. No otra era la ideología bolchevique, en la que se inspira Podemos, y la ideología nacionalsocialista, en la que también se inspira Podemos (de igual modo que los procedimientos nazis se inspiraron, salvo en lo que atañe al exterminio planificado de los judíos, en los de Lenin y en los de Mussolini).

Por eso fue también muy oportuno el artículo publicado a mediados de septiembre de este año por Ricardo Calleja Rovira, ‘Dictadura soberana’ del Parlament, en el que iluminaba eficazmente acerca del conflicto catalán valiéndose de las opuestas concepciones del Derecho de Hans Kelsen y de Carl Schmitt, análisis que en el fondo bebe de las palabras de Hannah Arendt que hemos reproducido más arriba (en Francia «la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo»). En efecto, mientras que para el neokantiano Kelsen la esfera del Derecho es autónoma, para Schmitt, quien proporcionó una formidable munición jurídica al Estado nazi, tal autonomía no existe, dependiendo, en consecuencia, los hechos jurídicos de los hechos políticos. Son éstos los que únicamente pueden acabar con aquéllos. La Ley Fundamental, la Constitución plenamente democrática, sería pues sustituida por la fuerza inapelable de los hechos políticos consumados. Calleja Rovira cita la explicación que da Schmitt de «dictadura soberana» (distinta a la que él mismo llamó «comisarial», esto es, personal): la “dictadura soberana” «no suspende una Constitución valiéndose de un derecho fundamentado en ella, y, por tanto, constitucional, sino que aspira a crear una situación que haga posible una Constitución, a la que considera como la Constitución verdadera. En consecuencia, no apela a una Constitución existente, sino a una Constitución que va a implantar». Es innecesario decir que los sediciosos catalanes se basan en Carl Schmitt, no en Kelsen, ya que desprecian la autonomía de la ley plenamente democrática.

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Volviendo a nuestro asunto, el sentimiento de la «piedad» será la base del Terror. La anterior «justificación» del Terror por parte de Soboul, ya estaba muy matizada en Hannah Arendt: la dictadura de Robespierre se convierte en el Reinado del Terror por la guerra que mantenía contra la hipocresía, amén de que la Revolución estaba cercada de enemigos por todas partes: «Robespierre traspasó los conflictos del alma, el âme déchirée (alma escindida) de Rousseau, a la política, donde terminaron por ser fatales debido a que eran insolubles». La primera vez, en cambio, que apreciamos interconexión entre terror e ideología será en la Rusia soviética, primero en forma de purgas que no conllevaban el asesinato, antes de adueñarse los bolcheviques del Poder, y después en forma de purgas extremadamente sangrientas por parte de Stalin.

A diferencia de lo que ocurrirá en Francia, en América la fundación de la libertad se habrá de cimentar en instituciones duraderas. Para los Padres Fundadores, «pueblo» es la «mayoría», la «variedad infinita de una multitud cuya majestad residía en su misma pluralidad». Entre aquellos hombres hubo pleno acuerdo en aceptar «la oposición a la opinión pública, es decir, a la potencial unanimidad de todos». Para ellos, el gobierno de la opinión pública era una especie de tiranía. De ahí que Thomas Jefferson estableciese como principio «ser una nación en los asuntos internacionales y conservar nuestra individualidad en los asuntos internos». Los revolucionarios americanos no se vieron impelidos a someterse a la ley de la necesidad, no estuvieron condicionados por «ninguna piedad que los descarriase de la razón … su profundo realismo nunca tuvo que someterse a la prueba de la compasión».

Mientras que los Derechos del Hombre en Francia fueron concebidos como «inherentes a la naturaleza humana», constituyendo la «fuente del poder político» y la «clave del cuerpo político», en América «las Declaraciones de Derechos fueron concebidas como un medio permanente de control de todo poder político, y, por tanto, presuponían la existencia de un cuerpo político y el funcionamiento del poder político».

No disponemos de mucho más espacio. Por eso no podemos entrar en el posible doble significado del término «búsqueda de la felicidad» en la Declaración de Independencia: «como bienestar privado y como derecho a la felicidad pública». La dualidad en Francia es otra: entre libertad civil y libertad pública. Robespierre teme que con el fin del gobierno revolucionario la «libertad pública» (esto es, la apropiación del espacio público por la acción de las masas) pueda ser sustituida por la «libertad civil». ¿Constituiría el nuevo gobierno americano por sí mismo una esfera para la «felicidad pública» de sus ciudadanos, o iba a concebirse para servir y garantizar la búsqueda de la «felicidad privada»? ¿Debía el gobierno revolucionario en Francia dar paso a un «gobierno constitucional» que pusiera fin al reinado de la libertad pública mediante una garantía de los derechos y libertades civiles, o habría de proclamar una revolución permanente en nombre de la «libertad pública»? Tampoco podemos abordar el complejo problema que se desprende de «la enorme diferencia de poder y autoridad que existe entre una constitución impuesta por el gobierno sobre el pueblo y la constitución mediante la cual un pueblo constituye su propio gobierno». Este último, siguiendo el ejemplo del pueblo de Massachusetts, fue el caso de los Estados Unidos.

«La mayor contradicción en el origen de la nación americana es la aceptación de la esclavitud y la segregación racial»

Solo dos últimas consideraciones muy breves. La mayor contradicción que se halla en el origen de la gran nación americana es el ignominioso asunto de la aceptación de la esclavitud y de la segregación racial de los negros, asumidos como un mal menor frente al serio peligro de que varios Estados se separasen de la Unión. Este «mal menor» ha lastrado toda la historia de ese gran país, debilitando su posición moral ante el mundo. Ni mucho menos está resuelta. El que sí que se opuso enérgicamente a la esclavitud fue el marqués de Condorcet, uno de los pocos europeos que supo apreciar las bondades de la revolución americana, en un ensayo, Influencia de la Revolución de América sobre Europa (1788), del que no se hizo ningún caso en Francia. El propio Condorcet, que no votó a favor de la ejecución de Luis XVI, pues era contrario a la pena de muerte, tuvo que quitarse la vida, envenenándose, el 8 de abril de 1794, pues, a pesar de su labor en la Convención, a pesar de su espíritu de tolerancia y de sus ensayos, folletos y opúsculos en pro de una libertad real, no abstracta, fue detenido con el propósito prácticamente seguro de enviarlo a la guillotina.

En segundo lugar, es indiscutible que no existe probablemente ninguna otra democracia en el mundo donde el principio de la división de poderes, clave de bóveda del Estado de derecho, se aplique con mayor eficacia que en los Estados Unidos, gracias a un delicado sistema de equilibrios de poderes y contrapoderes, no solo entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, sino entre el poder federal, que atañe a toda la Unión, y el poder de cada uno de los Estados que la conforman. Los mecanismos de control del Presidente, que goza de amplias atribuciones, son muy sólidos, no sólo por parte del Congreso, sino, sobre todo, porque la última palabra la tiene el Tribunal Supremo, único intérprete de la Constitución. Es asimismo cierto, como recordaba nuestro gran constitucionalista Luis Sánchez Agesta siguiendo al eximio jurista James Bryce, que, en casos excepcionales, el Presidente está revestido de poderes extraordinarios, y, siempre que sea leal a la Constitución, puede ejercer de «magistrado extraordinario», esto es, algo parecido a lo que la República romana designaba con el nombre de dictator, que en su esencia misma se trata de una magistratura que se ejerce por tiempo limitado. Tampoco debe obviarse la importancia de la Prensa independiente como instrumento de control del Gobierno. Algunos eminentes juristas, especialmente James Montgomery Beck, también han señalado las limitaciones del sistema de designación del Presidente mediante una elección indirecta a través de un Colegio Electoral.

Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.

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