Opinión

Nacionalismo alucinógeno

Como si de una religión se tratase, el nacionalismo identitario vive un momento de éxtasis y comunión intergeneracional.

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26
junio
2017
El nacionalismo racista se moviliza en Virginia.

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Convertidas prácticamente en religiones, son muy diversas las ideologías que aún orbitan entre el delirio y la alucinación. Pero si hay una que en esta década vive un momento de éxtasis y comunión intergeneracional es el nacionalismo. Nada más peligroso, nada más pacato y provinciano, nada más simplón, fanático y aburrido que un nacionalista furibundo: ya sea un militante del Frente Nacional, de la CUP o del movimiento alt-right que asesora a Donald Trump desde el inicio de su meteórica y convulsa carrera política. Más allá de sus latitudes geográficas, la ideología de todos ellos tiene, antropológicamente, la misma denominación de origen: el nacionalismo xenófobo. Pensábamos que las tragedias del siglo XX nos habían vacunado contra esa epidemia, pero el hombre no solo tropieza con la misma piedra, sino que se precipita hacia los mismos abismos, y el nacionalismo ha vuelto a rebrotar con fuerza tras esa mutación populista y tuitera que a algunos les ha dado por llamar posverdad.

El peyote que comen estos alucinados nacionalistas es fundamentalmente un compuesto químico y masoquista a base de odio y malestar. El infierno son los otros. Una vez ciegos y colocados todo da igual porque su mitología victimista es como el vaivén del oleaje: el mar no cesa. Muchas veces nos relajamos, así somos de biempensantes: consideramos que ese odio racista es un escombro polvoriento sepultado en una gasolinera de Wisconsin que echó el cierre años atrás. Pensamos ingenuamente que esa toda esa intolerancia y brutalidad ha quedado relegada al ostracismo social. Pero un día te levantas y ves a través de la pantalla de tu móvil que el rompeolas contra el que el que embiste todo ese odio alucinógeno se ha acabado por derrumbar. En Virginia, Estados Unidos, un grupo de nazis tarados la lía, entre cruces gamadas y pancartas de apoyo a Donald Trump. En el cénit de esa orgía del odio que tuvo lugar en Charlottesville, uno de los tarados pisa al acelerador y embiste contra quienes se han concentrado para enfrentarse a esa profanación racista. Como en los viejos tiempos, los supremacistas tienen su presa y han matado a una persona durante la escenificación de su alegato white power. Tras el derrame de sangre, se empieza a hablar de terrorismo racial. ¿Acaso no se pudo evitar? Resultan perturbadoras para quienes un día creímos que con Obama se iniciaba una era postracial en el país más influyente del mundo, la equidistancia y frialdad del ahora presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que no ha condenado directamente a todos esos psicópatas extremistas y pirómanos del Ku Klux Klan que, como Marine Le Pen, le jalearon, primero, durante su campaña y celebraron con entusiasmo, más tarde, su victoria electoral. ¿Qué otra cosa iba a ser eso del American first?

Y aquí, en España, parece demostrarse que el nacionalismo, como la energía, ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. La Generalitat de Cataluña, donde el nacionalismo alucínogeno hace estragos, hace tiempo que no disimula y purga a los disidentes en cuanto se atreven a hablar, mientras los ultras de la CUP, en su cruzada para barrer a españoles y charnegos, recurren a Lenin en su cartelería después de haber resucitado al dictador que hace más de 40 años que la diñó (contra Franco, algunos, vivían mejor).

A estas alturas la Organización Mundial de la Salud tendría que actuar ya. ¿Tendremos para tantas vacunas? La plaga del nacionalismo identitario golpea de nuevo.

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