Opinión

La culpa es de los políticos: el diagnóstico del populismo

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David van Reybrouck
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21
junio
2017

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David van Reybrouck

La «fatiga democrática» es un fenómeno poco conocido, pese a que ya lo padecen numerosas sociedades occidentales. Los análisis disponibles sobre este término establecen cuatro diagnósticos distintos: la culpa es de los políticos, la culpa es de la democracia, la culpa es de la democracia representativa y, una variante específica de este último diagnóstico, la culpa es de la democracia representativa electoral. Es la reflexión que el filósofo David van Reybrouck hace en su último libro, ‘Contra las elecciones: cómo salvar la democracia’ (Taurus).


Los políticos son unos arribistas, unos chupópteros y unos parásitos; son unos aprovechados que viven de espaldas a la realidad; no tienen ni idea de qué necesita el ciudadano de a pie; podrían hacer las cosas mucho mejor. Estas son expresiones muy manidas usadas a diario por los populistas. Según su diagnóstico, la crisis de la democracia es, en primer lugar, una crisis de las personas que se dedican a la política. De acuerdo con este argumento, los actuales gobernantes constituyen una élite democrática, una casta totalmente ajena a las necesidades y anhelos del pueblo llano. Por eso no extraña que la democracia esté atravesando un periodo oscuro.

Este discurso se puede oír en boca de líderes de cierta edad, como Silvio Berlusconi, Geert Wilders y Marine Le Pen, de políticos recién llegados, como Beppe Grillo en Italia y Norbert Hofer en Austria, y también partidos, como Movimiento para una Hungría Mejor (Jobbik), Partido de los Finlandeses (antes, Verdaderos Finlandeses) y Amanecer Dorado en Grecia. En el mundo anglosajón hemos asistido al ascenso fulgurante de figuras como Nigel Farage y, cómo no, de Donald Trump. Para todos ellos, el remedio para el síndrome de fatiga democrática es bastante simple: una mejor representación popular más popular, preferentemente obtenida con el aumento del número de votos para el partido populista propio. Los líderes de esta filosofía política se erigen como los portavoces directos del pueblo y de los más débiles, como la personificación del sentido común. A diferencia de sus colegas, dicen estar muy cerca del hombre y de la mujer de la calle. Repiten lo que estos piensan y hacen lo que hay que hacer. El político populista es uno con el pueblo, es lo que dice la retórica.

Como es bien sabido, esto no se sostiene por ningún lado. No hay un «pueblo» único, monolítico (todas las sociedades están formadas por varios grupos); el sentimiento popular no existe como tal y el sentido común es lo más ideológico que hay. De hecho, el sentido común es una ideología que se niega a colgarse esa etiqueta, un zoológico absolutamente convencido de que es naturaleza virgen. La existencia alguien capaz de fundirse de forma orgánica con la masa, de impregnarse de sus valores y de conocer todos sus anhelos se acerca más a la mística que a la política. No es una corriente de fondo, es simple marketing.

Los populistas son empresas políticas que intentan hacerse con la máxima cuota de mercado, si es preciso usando un poco de cursilería romántica. Si llegan al poder, no está claro cómo se podrán poner de acuerdo con quienes no piensan como ellos; a fin de cuentas, la democracia es el poder de la mayoría con un respeto por la minoría. Cuando no es así, se degrada y pasa a convertirse en la célebre «dictadura de la mayoría», y entonces la situación no hace sino empeorar.

«Si llegan al poder, no está claro cómo se podrán poner de acuerdo con quienes no piensan como ellos»

Como solución para salvar la democracia enferma, el populismo no es una vía prometedora. Pero que un remedio no sea adecuado no significa que el diagnóstico que ofrece no contenga elementos valiosos. Sin duda, la actual representación popular tiene un problema de legitimidad; en esto los populistas aciertan. La cifra de personas altamente cualificadas entre nuestros parlamentarios es tan elevada que se habla con razón de una «democracia de diplomados». Por otra parte, existe un problema de captación de personas dispuestas a participar en política. En otros tiempos, como constata el sociólogo J.A.A. van Doorn, los representantes del pueblo se elegían «porque significaban algo en la sociedad»; en cambio hoy nos encontramos, por cierto también entre los populistas, con «profesionales de la política, a menudo jóvenes con más ambición que experiencia, que deben significar algo puesto que han sido elegidos». También resulta problemática la tendencia a considerar el cargo de miembro del Parlamento como una carrera interesante, como un valioso avance profesional, y no como un servicio temporal que se dedica a la comunidad. Incluso, en algunos casos, llega a transmitirse de padres a hijos. En Flandes se dan auténticas «dinastías democráticas»: actualmente ya están en activo las segundas generaciones de las familias De Croo, De Gucht, De Clercq, Van den Bossche y Tobback. La reputación familiar prepara el camino hacia el Parlamento «mientras otros con apellido distinto ni siquiera han llegado al Ayuntamiento», me comentó extraoficialmente un antiguo político de primera línea.

Desdeñar sin más el populismo como una forma de la antipolítica me parece una actitud intelectualmente deshonesta. En su mejor expresión, es un intento de hacer frente a la crisis de la democracia incrementando la legitimidad de la representación. Los populistas pretenden combatir el síndrome de la fatiga democrática con una intervención sencilla y rotunda: por transfusión, y además lo más completa posible. Basta con meter savia nueva en el Parlamento y el resto vendrá por sí mismo. Quienes se oponen a esta idea se preguntan si de este modo aumenta la eficiencia. ¿Realmente cambiando los actores se logra una mejor política? Para ellos el problema no radica en las personas que intervienen en la democracia, sino en la democracia misma.

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