Opinión

Sobre la tolerancia y sus paradojas

¿Estamos ante la desaparición de la tolerancia por su propio exceso? Las ideas que Karl Popper plasmó en su libro ‘La sociedad abierta y sus enemigos’ tras la II Guerra Mundial están más vigentes que nunca.

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27
febrero
2017
Escape de la realidad │ Diego Guadalupe Pérez Vallejo

El resurgimiento de partidos políticos en la vieja Europa, que hacen del rechazo al diferente una bandera, pone de manifiesto que la intolerancia quizás sea una de la actitudes más preocupantes a las que se enfrenta nuestro mundo en la actualidad y en los años venideros.

Se avecinan cambios radicales. El cambio de modelo económico que impone el  advenimiento de la robótica y las nuevas tecnologías, que necesariamente hará prescindible multitud de mano de obra no cualificada; el movimiento de grandes grupos humanos desplazados por la guerra o la falta o el agotamiento de recursos; la creación de grandes megalópolis formadas por personas de distintas razas, religiones, lenguas; el envejecimiento de la población occidental; la transformación de los modelos sociales; etcétera.

Esos cambios que llaman a la puerta, y con los riesgos que generan, producen miedo y son vistos por muchos –inconsciente o conscientemente– como una amenaza. Reaccionar frente a ellos con intolerancia, culpando al diferente –al que practique otro credo, pertenezca a otra raza o provenga de otro país–, es lo más sencillo y factible. Además, es lo que alientan –ya lo están haciendo– los demagogos que encienden la mecha que aviva los incendios más devastadores de la Historia.

El ultraderechista Geert Wilders acaba de comenzar la campaña electoral en Holanda prometiendo, si sale elegido, limpiar el país de la «escoria marroquí», y que –según él– es la causante de la inseguridad en las calles de su país. No muy distinta es la actitud del Frente Nacional de Le Pen en Francia, de Amanecer Dorado en Grecia, o del Movimiento de Resistencia Nórdico en Suecia

En Estados Unidos, Donald Trump ha ganado las elecciones prometiendo mano dura con los inmigrantes. Hace escasos días manifestó a los periodistas que mayoría de los inmigrantes ilegales «deben largarse» de Estados Unidos. A ellos les atribuye la delincuencia y el paro, contraviniendo las estadísticas oficiales.

Que líderes intolerantes y xenófobos estén llegando al poder, o puedan llegar, es algo que quienes defendemos los derechos humanos debemos de tratar de impedir, en la medida de nuestras fuerzas y posibilidades. La tolerancia es una cualidad del ser humano que le permite reconocer a los otros, pese a sus diferencias, como hombres libres e iguales. Como escribiera Jean François Lyotard: «Lo que hace similar tanto a un ser humano como a otro es el hecho de que cada uno lleve en sí la figura del otro».

Frente a la salida fácil que toma aquel que culpa al diferente de sus propios problemas y limitaciones, la tolerancia exige desbrozar la propia mente de prejuicios y  dogmas; exige esfuerzo, contención, conocimiento propio, huir de simplicidades y analizar con racionalidad las situaciones. Precisamente la falta de análisis, la simplificación, el prejuicio y el miedo, nos impulsan hacia la intolerancia, esté esta más o menos disfrazada.

La Historia nos enseña continuas lecciones de intolerancia e intransigencia, hasta  extremos realmente inimaginables. Los nazis no reconocían como seres humanos a los judíos, ni los serbios a los bosnios, ni los blancos a los negros en el Apartheid, y esa falta de reconocimiento era tan absoluta que provocó, en no pocos casos, que aquellos que participaron en crímenes horrendos no fueran conscientes de su propia maldad. Lo que Arendt llamó con acierto «la banalidad del mal».

Sin embargo, no parece que hayamos aprendido mucho. Más allá de los horrendos  crímenes del ISIS, o de los atentados indiscriminados cometidos en nombre de Alá, el «programa» político de Trump, el resurgimiento en Europa de partidos xenófobos o radicales o el lamentable tratamiento que la propia Europa está dando a los refugiados, nos habla sin ambages de que, a poco que nos descuidemos, podemos adoptar conductas abiertamente intolerantes. El que no esté dispuesto a reconocerlo acabará perdiendo de vista que el diferente tiene una esencia humana idéntica, merecedora del mismo respeto y corre el peligro –como la Historia nos enseña– de acabar reconociendo solo como «realmente» humano al que comparte su misma raza, religión, cultura, o pertenencia al grupo social en el que se integra.

Parece, una vez más, imprescindible reafirmar los principios de la Carta de las Naciones Unidas y declarar: «Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra […] a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana […] y, con tales finalidades, a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos».

Igual de necesario resulta exigir a los Estados políticas que respeten los derechos reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos: «El derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión» (Artículo 18), «de opinión y expresión» (Artículo 19), y el derecho a que «la educación favorezca la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos y religiosos» (Artículo 26).

La defensa activa de la tolerancia no solo es un deber moral, sino una obligación política, religiosa y social, que exige de los líderes políticos, religiosos y sociales una actitud activa de defensa de los derechos humanos, de rechazo de los nacionalismos excluyentes, de evitación de rivalidades étnicas, de integración social evitando situaciones de subdesarrollo. Sin embargo, la tolerancia encierra en sí una paradoja. ¿Se puede y se debe ser tolerante  frente a la violencia, el fanatismo, la xenofobia, el nacionalismo agresivo? Parece evidente que no. Como escribiera Voltaire en su Tratado sobre la tolerancia: «Lo que no es tolerable es precisamente la intolerancia, el fanatismo, y todo lo que pueda conducir a ello».

También Gustavo Bueno en El sentido de la vida, filosofó sobre esta cuestión, concluyendo que «la tolerancia depende de un marco de condiciones que hacen posible precisamente su aplicación, este marco es el que no puede ser discutido […] Según esto, no es la ética la que debe ser tolerante, sino que es la tolerancia ética la única que puede tener importancia […] La tolerancia no es la medida de la ética, sino que es la ética la que debe constituirse en medida de la tolerancia».

Es decir, la sociedad no puede caer en el paradoja de –a cuenta de ser tolerantes– aceptar la intolerancia y ha de estar vigilante, actuando preventivamente con educación e integración y también atajando sin remilgos, con el imperio de la ley –incluso sancionando penalmente– aquellas conductas intolerantes más graves que sean definidas como delitos. No obstante, aunque las ideas o doctrinas basadas en la intolerancia sean siempre frontalmente rechazables, el límite entre lo que debe ser sancionado penalmente o no en un Estado democrático no siempre resulta fácil de deslindar, al deber quedar reservada la sanción penal para aquellos ataques más graves, teniendo en cuenta tanto el resultado como el peligro creado para los bienes jurídicos que se trata de proteger.

Como ha tenido oportunidad de indicar nuestro Tribunal Supremo, siguiendo la doctrina del Tribunal Constitucional: «La Constitución no prohíbe las ideologías que se sitúan en los dos extremos del espectro político, tradicionalmente y aún hoy, identificados como izquierda y derecha. Incluso podría decirse que tampoco prohíbe las ideas que, por su extremismo, se sitúen fuera de ese amplio espectro político, por muy rechazables que puedan considerarse desde la perspectiva de los valores constitucionales y de los derechos fundamentales y libertades públicas».

En conclusión, la tolerancia viene impuesta por la libertad ideológica y de expresión, y no significa condescendencia, aceptación o comprensión, sino solamente que las ideas, como tales, no deben ser perseguidas penalmente. Sin embargo, la realización de actos o actividades que, en desarrollo de aquellas ideologías, vulneren otros derechos constitucionales, o supongan un peligro real frente a los mismos, deben ser perseguidas penalmente.

Así ocurre hoy, por ejemplo, con ciertas a conductas intolerantes, como la discriminación en el empleo por razón de la ideología, religión o creencias de una persona, por su pertenencia a una etnia, raza o nación, por razón de su sexo, orientación sexual, situación familiar, enfermedad o discapacidad; o la incitación directa o indirecta al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por esas mismas razones.

Es tarea del Ministerio Fiscal y de las fuerzas de seguridad del Estado estar vigilantes y perseguir con denuedo este tipo de conductas gravemente atentatorias contra los derechos fundamentales, y es tarea de todos no aceptar comentarios o actitudes intolerantes, de tal modo que quienes así se comporten sientan el rechazo social.

(*) El título de este artículo viene sugerido por el libro La sociedad abierta y sus enemigos, que Karl Popper escribió durante la Segunda Guerra Mundial y que constituye su aportación filosófica contra los totalitarismos. En él formuló precisamente «la paradoja de la tolerancia» afirmando que «la tolerancia ilimitada conduciría a la desaparición de la tolerancia». 

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