Opinión

«La falta de transparencia es la causa de nuestra corrupción sistémica»

Conversamos con el veterano periodista sobre asuntos tan candentes como la corrupción, las ambigüedades de la globalización o el futuro del periodismo.

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Pat Mateos
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08
febrero
2017

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Pat Mateos

Conoce bien el efecto ‘dinamitador’ que puede llegar a suscitar un titular con un mensaje tajante, simplista, digamos comercial. Por eso los evita concienzudamente. El veterano periodista y ex director del diario ABC José Antonio Zarzalejos nos cita en el Hotel Eurobuilding (Madrid), con el tiempo y la pausa suficientes para ahondar en asuntos tan espinosos como la corrupción, la crisis institucional, las ambigüedades de la globalización o el futuro del periodismo.

España ha protagonizado –más bien, sufrido– 175 casos de corrupción desde el inicio de la democracia. ¿Es la corrupción un problema sistémico?

En España, sí, si concebimos como sistémico aquello que está enraizado en los hábitos de funcionamiento de los aparatos públicos, entendiendo por tales los partidos políticos y las Administraciones Públicas. La corrupción sistémica se produce porque tenemos un sistema de contratación pública muy poco transparente, muy opaco, y que alimenta el volumen de negocio de las grandes compañías en una competencia en la que vale todo. Segundo, porque el sistema ha entregado a los municipios, normalmente sin suficiente aparato técnico y asesoramiento funcionarial, las competencias urbanísticas, y en el urbanismo se producen grandes pelotazos. Esas dos circunstancias hacen que las conductas corruptoras y corruptas estén muy imbricadas con el funcionamiento del propio sistema. El beneficio ilegítimo e ilegal que se provoca con los actos de corrupción va a financiar en parte a los propios corruptos, pero también a los partidos políticos. Por lo tanto, todo esto hace que la corrupción en España, lamentablemente, sea sistémica. Añadamos a esto el hecho de que la justicia ofrece una cierta sensación de impunidad, no porque no sancione, sino porque tarda mucho en sancionar. El juego de competencias en la conversación pública, como se ha visto con Correa, con el caso Gürtel, con la Púnica, con las facultades exorbitantes de los ayuntamientos en materia de urbanismo o con la falta de control de funcionarios sobre el destino de los fondos públicos como las cantidades enormes sustraídas en los fondos para formación en Andalucía o de los eres… Todo ello da cuenta de que la corrupción es sistémica. No es que el sistema favorezca la corrupción, pero tampoco la impide.

¿Qué queda de la socialdemocracia?

La socialdemocracia tiene un gran patrimonio ideológico que viene de la mitad del siglo pasado y, gracias a ella, el Estado de bienestar es reconocible y presta determinadas asistencias: la educación pública, la sanidad pública, el sistema de pensiones público… La prestación de servicios al ciudadano desde el Estado es un logro fundamentalmente socialdemócrata. El problema es la crisis económica que aparece en 2007 y pone en tela de juicio la capacidad y la sostenibilidad del Estado de bienestar. Esto hace que también la socialdemocracia, que ha sido la gestora de ese Estado, no encuentre alternativa a esta transformación que provoca la crisis y que genera una serie de fenómenos como la desigualdad y la precarización, los recortes… digamos: las limitaciones de las expectativas de las clases medias. Y la socialdemocracia no tiene unas respuestas convincentes ni desde el punto de vista técnico ni desde el punto de vista lógico. De ahí que los partidos socialdemócratas estén teniendo problemas en prácticamente toda Europa y también en España. Luego ocurre que, en España, la socialdemocracia que encarna el Partido Socialista ha tenido sus propios problemas. Su crisis empieza en la última legislatura de Zapatero. En primer lugar, es un hombre que se declara comprometido con los logros de la Transición. En segundo lugar, quiere provocar –y provoca– un vuelco dentro de las generaciones del Partido Socialista y lo hace sin el suficiente consenso. Y en tercer lugar, reconoce y diagnostica tarde la crisis económica y le da una terapia impropia de un partido socialista, que encuentra su mayor expresión en 2010, cuando recorta las pensiones y los fondos públicos y acuerda con el Partido Popular la modificación del artículo 135 de la Constitución. Ahí se produce una crisis de identidad de lo que significaba el Partido Socialista en España. Se puede decir que había alternativas, como haber cortocircuitado la Legislatura y haber convocado elecciones, haber reconocido la crisis y haberse acercado a un sistema de tratamiento de esa crisis por consenso. Esa reformulación de la situación en términos constructivos se hizo en términos muy destructivos.

«El Estado de bienestar es reconocible gracias a la socialdemocracia»

¿Es la Monarquía una institución propia del siglo XXI?

Parece que sí es propia del siglo XXI, porque los países con una madurez democrática tan absoluta como pueden ser Dinamarca, Gran Bretaña, Noruega o Suecia se rigen por monarquías parlamentarias. Si estamos pensando en sociedades con una gran madurez de desarrollo democrático en Europa, encontraremos que hay monarquías, algunas antiquísimas como la británica, y otras con mucha tradición como la sueca, la danesa o la noruega. Por tanto, la compatibilidad entre monarquía y democracia es total. Me planteas la cuestión de la legitimidad, que viene de dos factores fundamentales. Uno, la legitimidad constitucional. En la Constitución de 1978 se contempla como forma de Estado la monarquía hereditaria y parlamentaria en la persona, entonces, de Juan Carlos I de Borbón. Eso se votó, y no hubo ninguna propuesta republicana alternativa a la Constitución monárquica de 1978 digna de tal nombre. Ni siquiera la izquierda propuso una alternativa. Creo recordar que lo primero que hizo el Partido Comunista de Santiago Carrillo con su legalización fue poner la bandera actualmente constitucional junto a la bandera del partido. En segundo lugar, está la legitimación del ejercicio. Con la muerte de Franco en noviembre del 1975, el rey impulsó el cambio hasta llegar a la Constitución del 78, con la cual tras una jefatura del Estado autoritaria y dictatorial, devolvió los poderes al pueblo, a la sociedad española, y él mismo se sometió a la nueva Constitución. Y no solamente eso. Con él, se produjo un golpe de Estado en el que intervino de manera absolutamente decisiva. También, después de una crudísima guerra civil y de una dictadura de casi 40 años, con el Rey Don Juan Carlos, accede al poder, a partir de 1972, la izquierda española a través del Partido Socialista, que, con la monarquía parlamentaria, desde el 78 a 2016, ha gobernado bastante más tiempo que la derecha, representada en el Partido Popular. A mí me parece que esos argumentos son absolutamente convincentes para garantizar y asegurar la legitimidad de la monarquía y su compatibilidad con un sistema democrático como el nuestro.

El periodismo en papel, ¿está agonizando?

No, en absoluto. Lo que pasa es que el periodismo de papel, lo que llamamos prensa, se encamina hacia un modelo de negocio, tanto por sus contenidos como por su distribución, más limitado. Probablemente, será un producto intelectual más caro, tendrá una distribución preferentemente urbana, deberá contar historias más que noticias, deberá revitalizar algunos géneros que se han olvidado y no será un periodismo de mayorías. Pero con estas condicionantes, sigue teniendo una función y un gran sentido, y, además es deseable que perviva el periodismo de papel desde todos los puntos de vista: cultural, de los valores democráticos y de la articulación social.

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¿Hasta qué punto las injerencias políticas obstaculizan a los medios de comunicación en el desempeño de su función en España?

Un ejemplo: Esperanza Aguirre, como otros políticos de otras instancias, influyeron en mi salida de ABC, pero eso no es una cosa extraña, no es una excepción. Muchos directores a lo largo de la historia son relevados por razones ideológicas, políticas o de posicionamiento porque no tienen unas relaciones adecuadas con determinadas instancias de poder. Eso está en el juego normal y lo entendemos. A mí, ese aspecto de la independencia de los periódicos y de la prensa en general (digital, radio, televisión, periódicos de papel) me preocupa menos. Lo que me preocupa mucho más es conocer cuáles son los elementos que tienen los medios para resistirse a las presiones del poder, y aquí yo parto de que, si no hay una base financiera que permite esa independencia, estamos en un terreno de debilidad, y la debilidad de los medios lleva a la debilidad de lo que se llama la deontología profesional. Este no es un problema español, sino occidental. En todo Occidente, la crisis con el desplome de los ingresos publicitarios ha llevado a esta debilidad. No obstante, no demonizo ni a las grandes empresas ni al sector financiero, incluso aunque esté en el accionariado de los medios de comunicación, porque debemos aspirar a que, con independencia de la fuerza económica, todos tenemos que asumir unas reglas de compromiso. Y la fundamental es reconocer los roles de cada cual. Una gran empresa se puede anunciar en un periódico digital, un periódico de papel, una televisión o una radio, y debe seguir anunciándose aunque ese medio le formule una crítica que sea veraz y objetiva. Esta es la cuestión. Hay que aceptar unas reglas de compromiso y que cada cual asuma su rol, porque por esa regla de tres, si un periódico o un medio de comunicación critica a una empresa anunciante y esta le retira la publicidad, estaríamos en una sociedad salvaje, sin reglas de compromiso. Esto también ocurre, pero mucho menos de lo que parece. En España, el carácter democrático y civilizado de la mayoría de las empresas podría sorprender. Ya sé que lo que estoy diciendo puede resultar extraño a mucha gente, pero yo he sido director de periódicos y he tenido que criticar a empresarios y a compañías anunciantes de mi medio, y en cuanto ha sido verdad y he establecido un diálogo con ellos para que entendiesen que esa era la obligación del periódico, no he tenido mayor inconveniente. El problema se produce cuando se generan dinámicas negativas del entendimiento de cuál es el papel de cada uno. Puede extrañar que diga esto, pero acumulo ya muchos años de dirección de periódico en situaciones difíciles (en el País Vasco y en Madrid, al frente de El correo de Bilbao y del diario ABC), y sé muy bien de lo que estoy hablando.

«La compatibilidad entre monarquía y democracia es total»

¿Qué ha sido del periodismo de investigación? ¿Se ha impuesto el soporte, la inmediatez de lo digital, a la calidad?

Hay una cierta tendencia ahora, y yo creo que es buena, que más que hablar de periodismo de investigación habla de periodismo de verificación. El primero siempre viene de la mano de una filtración más o menos interesada. El periodista que investiga lo que hace es verificar una filtración, contrasta su certeza, la calidad de sus fuentes, completa la historia a través de otras fuentes colaterales, contextualiza, proyecta, hace perspectiva. Yo prefiero hablar de ese periodismo que, a partir de una filtración que es perfectamente legítima, construye una historia completamente verificada. Wikileaks, los papeles de Panamá o tantos otros casos no son periodismo de investigación, sino de verificación. Lo que hacen los periodistas que recogen la documentación es verificarla, completarla, añadirla y crear una historia veraz. Y vayamos al caso Watergate: lo que hacen sus protagonistas, que tienen una garganta profunda, es decir que se les está filtrando información. A raíz de eso hacen una tarea de verificación completa. La verificación, además de investigar, completa y contrasta la veracidad de la historia.

Entonces, ¿cómo defines la objetividad?

Yo creo que la objetividad es inerte, no es vital. En la objetividad no hay ningún elemento de inteligencia. Todos somos subjetivos. Si salimos a la calle y un coche atropella a un peatón, probablemente tú lo contarías de una manera y yo de otra, e incluso hasta podríamos estar en desacuerdo en quién ha tenido la responsabilidad del atropello. Lo que creo que debemos imponernos los periodistas es la veracidad, que consiste en desplegar todos las instrumentos de nuestra práctica profesional para ofrecer a los lectores una historia que responda a la realidad de lo que ha sucedido, sabiendo que, a través de nosotros, de una manera incluso inconsciente e imperceptible, estamos transmitiendo algún elemento subjetivo pero que lo estamos haciendo de buena fe, sirviendo a la veracidad. Esto es de lo que tenemos que hablar, mucho más que de objetividad, que como tal no existe. Hay gente que dirá que es un simpe cambio terminológico, pero es algo más. Tú y yo podemos reflejar lo que dice un político, a ti te puede gustar y a mí me puede disgustar, y cuando lo vayamos a contar, aunque utilicemos las palabras del político, podemos enhebrar una crónica en la que al final depositemos algunos elementos valorativos que le den un signo positivo o negativo. Lo importante es que reflejemos las palabras del político o de la personalidad que esté hablando verazmente. La intención, la idea con la que uno se aproxima al ejercicio del periodismo, es un presupuesto básico para la veracidad y, por lo tanto, para la buena praxis de nuestra profesión.

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Cambiemos de tercio. Estamos siendo testigos de otra grave crisis: la que llaman «de los refugiados», frente a la que Europa no está sabiendo responder de una manera solidaria, humana, justa.

El deber de solidaridad lo debemos asumir como sociedades desarrolladas y con valores democráticos. Es un principio irrenunciable. La cuestión está en que no podemos estar por encima de nuestras posibilidades, que no se pueden ver rebajadas por fenómenos masivos como puede ser en Alemania. Esos flujos hay que ordenarlos con unos criterios de racionalidad, de suficiencia, de humanidad. Debemos repartir los costes entre todos los países, pero no podemos olvidar la significación que tienen estas migraciones para algunos países europeos y fundamentalmente del este de Europa como Polonia, Hungría, Bulgaria o la propia Alemania. Debemos comprender las enormes dificultades de acogimiento de esos cientos de miles de refugiados. Y volvemos a la eterna cuestión: debemos defender nuestros modos de vida, pero podemos defender el buen funcionamiento de nuestros sistemas sociales y políticos sin negar la asistencia a los que la necesitan, sino tratando de resolver sus problemas desde el origen. Hasta que las políticas no sean radicales, es decir, hasta que las políticas de los países europeos no vayan a la raíz de los problemas, nos vamos a encontrar con que la migración es una consecuencia ineluctable de la globalización. En Siria, la tecnología permite contemplar a esos pobres ciudadanos sometidos a una crueldad extrema, y el señor que vive, magníficamente bien, en Madrid o en Londres, lo puede ver a través de un teléfono móvil. El movimiento es aspiracional. La globalización crea una aspiración y nosotros somos polo de atracción. La única política posible razonable es ir al origen de los males que padecen esas sociedades. Que el mundo occidental y las organizaciones internacionales hayan sido incapaces de detener la guerra en Siria es una vergüenza. La solución de las migraciones no consiste en encerrar a los migrantes en centros de internamiento, consiste en evitar que los bandos en Siria sigan matándose y matando a la población siria. Y cuando hablo de Siria, hablo de otros países del Sahel o de otras zonas que en este momento están en efervescencia bélica. Hasta que no entendamos esto y las organizaciones internacionales como la ONU o la propia Unión Europea vayan al origen de los problemas, seguiremos padeciendo las consecuencias y yendo a fórmulas que nos desmienten como sociedades solidarias y con valores democráticos.

«No podemos hablar de gobernanza global sin haber conseguido algo tan básico como el acceso universal a la sanidad»

Algunas voces hablan de la necesidad de una gobernanza global. Suena ficticio.

La globalización es una gran red de interconexiones mundiales en las que el pobre ve al rico, el africano al europeo, el europeo al asiático, y el asiático al americano, de tal manera que hay una ruptura de fronteras, aunque sea virtual. En las globalizaciones hay una forma de conocimiento global, y a partir del conocimiento se generan grandes movimientos, como he dicho antes, aspiracionales. La globalización tiene muchos aspectos muy positivos pero también muy negativos, genera unas energías que no son controlables. ¿A eso tendría que responder una gobernanza global? Te diría que sí, pero estaría cayendo en un utópico. Yo soy un ciudadano perplejo ante los retos que nos plantea la globalización, entre ellas, cómo inventamos un sistema de gobernanza no sé mundial, pero mucho más amplio del que existe. No tengo respuesta porque creo que, como el mundo es extraordinariamente desigual desde el punto de vista económico y de la educación, no me parece sensato ni realista que vayamos a eso. Dentro de 50 o 60 años, podremos hacerlo, pero ahora no. Como ejemplo, España y Japón tienen una esperanza de vida por encima de los 62 o 63 años tanto en hombres como mujeres, mientras que a 3.000, 4.000, 6.000 kilómetros de España, hay países donde la esperanza de vida es 20 años menor. Eso depende de los hábitos de vida, pero, fundamentalmente, del acceso de la población a una sanidad pública. Si algo tan elemental como esto no se ha conseguido, no podemos hablar de gobernanza planetaria o global. No creo que la desigualdad tenga que ver exactamente con la globalización, sino con fortísimas disfunciones de nuestro sistema económico-financiero.

Y la desigualdad corrompe la democracia.

Claro. La democracia la corrompen muchos fenómenos, entre ellos la desigualdad, los gaps que hay entre los más ricos y los más pobres. Pero hay otro factor muy importante que también la corrompe, que es el destrozo de las clases medias, y otro más que cuartea la democracia: la corrupción sistémica de la que hablábamos al principio. La democracia es un sistema que tiene que ser virtuoso, porque, si no es un sistema de valores positivos, entra en una fase decaimiento, de falta de autenticidad. Uno de los grandes y terribles efectos colaterales de la corrupción es que ha inoculado en la sociedad española un cierto escepticismo con los valores de la democracia, por eso hay que repararla.

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