Opinión

El hombre consumidor

Las cavernas de la época contemporánea son, como explicaba Saramago, los escaparates de los centros comerciales. ¿Es posible evitar la insatisfacción que genera la propuesta continua de consumir?

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01
diciembre
2016

Llovía incesantemente desde primera hora de la mañana y la perspectiva de estar encerrado con los gremlins toda la tarde en casa me incentivó para proponerles ir a ver una película también de gremlins, El hogar de Mss. Peregrine para niños peculiares, del siempre sugerente Tim Burton, basada en la novela homónima de Ransom Riggs.

Sin embargo, no quiero ahora hablar de la película, que desde luego no defrauda. Más impactado que por ella me quedé cuando, a un kilómetro o algo más del centro comercial donde se ubicaban los cines donde la proyectaban, nos vimos inmersos en una caravana de proporciones, al menos para mí, inimaginables e inaceptables dada la meta a que nos conducía la misma. Seguía lloviendo con insistencia y, tras más de diez minutos sin percibir que aquella retahíla de vehículos se moviera, cuando ya los nervios comenzaban a fallar y resultaba imposible acceder al parking del centro, decidí dejar el coche medio tirado en un sitio no especialmente indicado, e invitar a los gremlins a hacer unos 300 metros lisos bajo la lluvia.

El cine, sin embargo, no estaba particularmente lleno. El tumulto era debido a que estábamos inmersos en la marea del Black Friday, marea que se estiró, al menos que yo sepa, hasta el siguiente lunes, el Monday, también de color Black.

Desde luego, ver a tanta gente pasando su tarde de domingo en un centro comercial me recordó la también impactante novela de José Saramago La Caverna (Alfaguara 2001), donde la vida de los trabajadores de un centro comercial transcurre toda ella sin salir del mismo, pues el Centro no es solo el lugar de trabajo, sino el sitio donde el trabajador puede adquirir todo lo que necesita para satisfacer sus necesidades e incluso puede vivir, al ofrecer el Centro, dentro del mismo, apartamentos a todos sus trabajadores.

A propósito de su novela, explicaba Saramago que las cavernas de la época contemporánea son los escaparates de los grandes almacenes o de los centros comerciales en los que, como un inmenso caleidoscopio -al igual que en la alegoría de Platón- los prisioneros creen que ven y describen las cosas reales cuando solamente ven y describen sus sombras o apariencias.

Reflexionando sobre ello, parece indudable que el sistema económico actual tiene su mismo fundamento, su raigambre y su porvenir en el ofrecimiento constante de bienes y en la creación -a través de la publicidad en sus diferentes modos- también constante de la necesidad de usar y consumir, y todo ello sin posibilidad de detención, en una carrera en la que el consumidor de hoy, sin importar hasta donde llegue -siempre exhausto-, será reemplazado por el consumidor de mañana.

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En una sociedad como la occidental, donde las necesidades primarias están cubiertas (aunque no para todos, pues muchos de los que antes eran consumidores han quedado ya desahuciados), el sistema económico necesita para sobrevivir sugerir como necesario lo superfluo, haciendo de lo superfluo la razón de ser del propio sistema.

Lo explica muy bien Debord en La sociedad del espectáculo (Pre-textos 2010): «Cada producto representa la esperanza de un veloz atajo para acceder, por fin, a la tierra prometida […], pero el objeto que fue espectacularmente prestigioso se torna vulgar en cuanto entra en casa del consumidor, […] revela entonces su pobreza esencial, y para entonces ya ha aparecido otro objeto que se ha convertido en justificación del sistema y que exige ser reconocido». Para Debord aquellas cosas de las que impúdicamente se afirma su excelencia definitiva son sustituidas -en un tiempo cada vez más corto- por otras nuevas de las que se afirma igualmente su suprema excelencia.

La publicidad nos presenta todas esas cosas no por sus cualidades innatas referidas a su propia esencia sino como medio necesario e imprescindible para alcanzar la felicidad. Así, se nos bombardea sin descanso presentándonos continuamente como necesarias, imprescindibles e incluso como esenciales, para alcanzar la felicidad, cosas simples que, de cubrir algo, no cubren más que pseudo-necesidades. Basta ver los anuncios de perfumes que inundan la televisión por estas fechas para comprobar que ninguno se refiere a su composición, a su olor, sino que todos se presentan como medio para conseguir un mundo lleno de riquezas y conquistas sexuales. El ejemplo sirve a la perfección porque nada hay más efímero e innecesario que un perfume.

La cuestión es que, para adquirir todas esas cosas ‘imprescindibles’, la mayoría se endeuda y lo que parecía fácil de pagar se convierte en una pesada losa que subyuga y angustia.

Cómo razona Lipovetsky en La felicidad paradójica (Anagrama, 2007), una nueva fase del capitalismo de consumo se ha puesto en marcha; es la sociedad del hiperconsumo. «Nace un homo consumericus de tercer tipo, una especie de turboconsumidor desatado, móvil y flexible, que se declara feliz, a pesar de lo cual la tristeza y la tensión, las depresiones y la ansiedad, forman un río que crece de manera inquietante».

El concepto no es nuevo: ya en 1970, Erich Fromm escribió en La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada (Fondo de Cultura Ec. Mexico 1970) que el hombre había sido transformado en un homo consumens, un consumidor total, cuya única finalidad era tener más y usar más.

No parece fácil el cambio de modelo, desde luego, no lo parece a nivel colectivo. Solo individualmente tenemos la posibilidad de cambiar, de reflexionar y retornar individualmente a la cualidad más esencial del homo sapiens que, lejos de actuar compulsivamente, antes de hacerlo analiza sus necesidades. Adquirir lo necesario, no comprar a crédito y no ir al centro comercial a pasar el domingo y a ser bombardeados por continuos reclamos es posible.

Evolutivamente, no hemos sido capaces de absorber tantos cambios en tan corto espacio de tiempo. El homínido, que llevamos dentro, clama por sus fueros perdidos. Salir a la naturaleza, experimentar su primario contacto, andar por el monte o salir cualquier noche estrellada de la ciudad buscando un lugar oscuro y tranquilo para mirar al cielo son experiencias que quizás, por retornarnos a un tiempo no evolutivamente lejano, nos devuelvan la paz y nos descubran lo que de verdad nos hace libres y felices. Se trata de encontrar un lugar, como lo encontró Mss. Peregrine, donde parar el tiempo, un lugar donde poder alcanzar una forma de vida diferente de la que nos propone el modelo consumista.

Luis Suárez Mariño es abogado, mediador, experto en responsabilidad social y compliance penal

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