Opinión

«La red nos ha expuesto a tal dosis de realidad que estamos en shock»

¿Dónde sitúa internet la frontera entre lo real y lo que no lo es? ¿El uso de la red nos está cambiando desde el punto de vista antropológico? Responde la profesora Remedios Zafra, autora de Ojos y capital.

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28
noviembre
2016

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¿Dónde sitúa internet la frontera entre lo real y lo que no lo es? ¿El uso de la red nos está cambiando desde el punto de vista antropológico? ¿Cómo modifican las redes sociales nuestro modo de relacionarnos? El discurso de Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973), de obligada mención en estos temas, es uno de los más estimulantes. Profesora de Arte y Cultura Digital en la Universidad de Sevilla, ha sido profesora de Políticas de la Mirada en la Universidad Carlos III de Madrid, y directora de XOy1, una plataforma para la investigación y la práctica creativa sobre identidad y cultura de redes. Entre otros, cuenta en su haber con el Premio Málaga de Ensayo, Premio de Investigación de la Cátedra Leonor de Guzmán y Premio de Ensayo Carmen de Burgos. Acaba de presentar su último trabajo, ‘Ojos y capital’ (Consonni).

¿Hasta qué punto es posible hablar de lo real, de ‘realidad’, en el contexto de las nuevas tecnologías?

La vieja dicotomía real y virtual ha sido transgredida. Cierto que aún nos vale para diferenciar el mundo material donde habita el cuerpo y los sentidos que todavía no han pasado a la pantalla, pero las formas de habitar hoy la red la han convertido en un mundo integrado donde la pantalla es un componente que condiciona, y lo que hacemos en la red forma claramente parte de nuestra realidad. En tanto marco de “fantasía”, la pantalla permite la confluencia de formas de presentación, representación e imaginación del sujeto (esferas real, simbólica e imaginaria), pero éstas no acontecen ya de manera escindida, sino que se funden en nuestra vida cotidiana online, condicionadas por los espacios que habitamos y que nos permiten un mayor grado de máscara o una mayor acreditación de lo que somos en imágenes de mundo material (esa clásica imagen de “realidad”). Esta última parece la tendencia orientada por las industrias: que lo que decimos que somos venga reforzado por fotos y vídeos, cuantos más mejor, para sustentar la veracidad que opera como valor añadido (así somos de “verdad”), atándonos más a ese mundo que termina conteniendo infinitos fragmentos de nuestra vida. De otro lado, habituarnos a un mundo interfaceado por pantallas ha propiciado una revalorización de aquellos escenarios digitales que venden la “realidad” (entendida desde la correspondencia con el mundo material y la vida cotidiana off line) como un valor añadido. Lo que acontece con los youtubers convertidos en fenómenos de masa es bien interesante en ese sentido. Es la retransmisión horizontal de su cotidianidad a otras personas lo que los diferencia de los viejos ídolos, es decir, la sensación de habitar en un mayor grado de intimidad con quienes retransmiten su vida cotidiana, su vida real.

¿Esta confusión entre lo que es y no real de qué modo nos modifica como sujetos?

Lo “real” en internet no es menos real que los distintos grados que encontramos en el mundo off line. También en nuestra vida material nos valemos de máscaras cotidianas en el trabajo y en no pocos escenarios. Lo que acontece en internet es que, en tanto “todo” está mediado por pantalla, la duda sobre lo que vemos siempre está presente y creo que esto nos está cambiando desde un punto de vista antropológico. Antes eran los contextos los que determinaban la veracidad de lo que veíamos en una pantalla, pero ahora las noticias, los acontecimientos, no vienen unidireccionalmente de las agencias y los medios de comunicación, sino que son retransmitidos también por las personas que los protagonizan. Diferenciar un vídeo de guerra o de una agresión de una película es difícil, pero sabemos que, si aquello ha acontecido, los ojos querrán verlo más (o si “creemos” que ha ocurrido –esa otra forma de “realidad”-, nos importará más). Es el mayor grado de certeza sobre la veracidad de lo que vemos lo que parece asustar a los ojos y convertirnos en niños pequeños que se exponen a lo que causa dolor o sorpresa, valorando hasta dónde pueden mirar. Y creo que el entrenamiento está siendo brutal, que pocas cosas hoy hacen titubear la mirada y el sujeto, que la red nos ha expuesto a tal dosis de realidad que estamos en shock. Y no sólo nos está cambiando respecto de grados de realidad o lo que en la pantalla llamamos realidad, sino también en una de las características de la cultura Occidental hasta hace poco: la protección de la privacidad, el resguardo de lo íntimo, frente a lo que hoy se posiciona de manera contraria como la hipervisibilización de lo privado, el deseo creciente de que “nos vean”.

Sin embargo, al menos en teoría, un instrumento como internet podría permitir al sujeto ser más libre …

En los últimos años nos hemos ocupado en colonizar internet y ocupar espacios que dan veracidad a lo que estamos viendo. Hay muchas lecturas posibles, a mí me interesa el hecho de que, desde el año 2000, las industrias digitales se han ocupado en colonizar los espacios del yo y, en lugar de favorecer modos más o menos imaginativos y críticos para que el sujeto pueda hacerse y deshacerse, estas industrias, por ejemplo las redes sociales, reivindican la realidad, estar testadas con imágenes y vídeos de realidad, es decir, para que un sujeto no sea sospechoso tiene que venir acreditado por fotografías o vídeos que confirmen que existe. La tesis que nos venden es el miedo al terrorismo, hay que identificarnos, y si uno utiliza una máscara es para cometer un delito. Esto contribuye a generar la situación del miedo al diferente, una postura conservadora que nos mantiene en identidades que son clásicas, estereotipadas, y que muchas personas como yo criticamos porque pensamos que internet es un contexto que nos permite también nuevas lecturas más emancipadoras para el sujeto.

Dentro de esta nueva cadena de producción instaurada en internet en la que usted habla de ‘prosumidores’ (los usuarios no solo consumimos sino que también producimos), ¿nos gusta más mirar que ser mirado?

Posiblemente. De hecho, lo que apunto en mi libro Ojos y Capital, es cómo la alianza entre capitalismo y cultura-red contribuye a fusionar las esferas de producción y consumo, creando figuras de usuarios que consumen parcialmente aquello que producen, a veces incluso se consumen ellos mismos, pues sus vidas son también el producto (pensemos en las redes sociales). Estas formas de ‘prosumo’ tienen muchas aristas y algunas de ellas recuerdan otras formas de intercambio liberadas del capital y sustentadas en la implicación de las personas en la producción y circulación de lo que hacen y consumen (el do it yourself sería un ejemplo). Pero sus aristas también apuntan a la desigualdad cuando recuerdan a las clásicas prosumidoras en la historia reciente: las amas de casa (consideradas consumidoras pero productoras de bienes como la comida y servicios como los cuidados, trabajadoras pero sin empleo). Algo similar puede estar pasando en multitud de facetas del prosumo online cuando vemos cómo prácticas consideradas trabajo tienden a ser consideradas aficiones o a ser delegadas en personas (llama la atención que muchas sean mujeres) que contribuyen a mantenerlas habitualmente por voluntad de cooperación y compromiso con los otros, sin recibir dinero a cambio. Pasa que estas formas de prosumo donde muchos trabajos se dejan de considerar empleo nos interpela con la pregunta: ¿quién se está enriqueciendo?, ¿quién aquí está beneficiándose del trabajo y del tiempo de muchas personas alimentando una profundísima desigualdad?

En esta búsqueda insaciable a través de las nuevas tecnologías, donde el valor reside en el uso y no tanto en el contenido, ¿sabemos exactamente qué buscamos?

Claro que cada cual tiene sus motivaciones en la búsqueda y vida online, pero la cuestión es hasta qué punto podemos ejercerlas frente a las inercias que cada vez más caracterizan la red. Cada vez tenemos más condicionantes en nuestros itinerarios para hacer, buscar y vivir online… Y estos itinerarios no son construcciones de y desde lo público, sino de y desde el capital. Es la empresa privada la que coloniza internet, saturando su colonización con mensajes de afectividad y bondad, recordando que nos ayudan cuando mayormente nos generan nuevas necesidades. Un claro ejemplo sería cómo determinadas empresas han colonizado el tiempo de socialización de los adolescentes frente a las pantallas, cómo sienten que, ante la pregunta «¿acaso puedo no estar?», todo les empuja a estar como socialización propia de época. Lo que me parece inquietante, por un lado, es que se muestre como electivo lo que difícilmente puede serlo y, por otro lado, que la sociedad haya delegado brutalmente en las nuevas industrias digitales (empresas privadas) la territorialización de la red, cada vez más estructura de socialización de las personas. Ese marco capitalista, por mucho que se disfrace de buenas intenciones, tiene como objeto la ganancia de capital y la creación de nuevas necesidades en las personas, no la creación de esfera pública para la libertad y relación de las personas, es decir, ese marco se vale de mecanismos de opresión simbólica para su ejercicio y poder.

¿Este modo de relacionarnos a través de las nuevas tecnologías, tan rápido por imposición, tan fragmentado, afecta a nuestro discursos, a la propia narración de quiénes somos?

Por supuesto, especialmente la velocidad y la abundancia se han convertido en categorías definitorias de las identidades en la red y, en consecuencia, de nuestros discursos. La abundancia surge del hecho de que todos nos hayamos convertido en productores y usuarios de conocimiento y vida compartida en las redes (frente a la vieja jerarquía comunicadora de unos frente a muchos, hoy todos comunicamos potencialmente a todos). De esa abundancia se deducen oportunidades increíbles para las personas pero también formas de censura y neutralización derivadas del “exceso”. La necesidad de jerarquizar y posicionar el excedente de datos, imágenes e información devuelve el poder a quienes programan la estructura y detentan el poder tecnológico que determina: 1) el mayor valor de lo más visto (ojos como nueva moneda), y 2) el control sobre la visibilidad y el posicionamiento como clara forma de poder contemporáneo. Por otro lado, la velocidad es también consecuencia de este exceso. La vigencia de las cosas en la red es corta, y esto favorece la celeridad. Pero hay otra lectura escondida en la velocidad que, en mi opinión, interviene en las formas de la identidad en las redes. Me refiero a que la velocidad necesita sustentarse en ideas preconcebidas para comunicar de manera eficiente, es decir, en ideas que ya estaban en nosotros y que no requieren apenas tiempo para ser comprendidas. Cuando esto acontece no sólo nos comunicamos, sino que también contribuimos a repetir modelos de mundo, identidades que tenemos asumidas. Y, claro está, para quienes tenemos la voluntad política de crear un mundo mejorado, y favorecer un mundo (unos imaginarios) que rompan con los estereotipos de ahora, la velocidad no es una aliada. Para una transformación de mundo, se precisan cosas como tiempo, conciencia, atención, pensamiento… justamente esas cosas que hoy parecen estar cuestionadas en los sistemas educativos.

Parece que no hay modo de estar al margen del capital que, de un modo u otro, más consciente, más combativo, quedamos siempre dentro de sus redes. ¿Esto es así?

Hoy no es posible estar al margen del capital. El sistema, en tanto global, tiende a ser fagocitador y atravesar nuestras vidas. Pocos sujetos en la vida contemporánea pueden estar al margen, incluso los pequeños grupos que resisten con otras formas de intercambio y vida están rodeados, apretados y condicionados por el capital. Sin embargo, la conciencia y el combate sí que nos permiten distanciarnos de unas formas del capital y especialmente de la resignación que genera tu pregunta, quiero decir que en tanto sistema “creado” es un sistema “modificable”. La cosa no es fácil, no sólo porque las crisis en las formas de colectividad contemporánea complican la alianza transformadora (suponiendo que esta siga siendo la principal manera de una transformación social) y promueven la competencia entre nosotros, un mayor individualismo. Pero también, porque al capitalismo le pasa como al patriarcado: nos hace ver con sus ojos y ser partícipes de la desigualdad que promueve.

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