Derechos Humanos

La mujer que esperaba al otro lado del mar

Courtney Bercan es enfermera en el Dignity I, uno de los barcos que Médicos Sin Fronteras tiene desplegados en el Mediterráneo. Desde allí escribe este conmovedor artículo para Ethic.

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22
octubre
2016

Courtney Bercan es enfermera en el Dignity I, uno de los barcos de búsqueda y rescate que Médicos Sin Fronteras (MSF) tiene desplegados en el Mediterráneo central y desde el que ofrecen ayuda a quienes arrojan su vida buscando un futuro mejor. A bordo de este barco escribe este conmovedor artículo para Ethic.

Estoy sentada en la cubierta del Dignity I mientras salimos del puerto de Malta. Estoy entusiasmada y nerviosa y, como siempre cuando se empieza en un nuevo proyecto, un poco inquieta. Si todo va según lo previsto, en 20 horas llegaremos a la zona de búsqueda y rescate, un área situada en aguas internacionales, fuera de las costas libias.

Repaso todas las situaciones médicas que se podrían presentar y trato de anticiparme preguntándome cómo les haría frente. ¿Cómo podremos gestionar una situación en la que haya un gran número víctimas? ¿Cómo actuamos cuando una mujer se ponga de parto? ¿Revisé la nevera de las vacunas esta mañana? Inspecciono los medicamentos incluidos en el kit de reanimación y pienso en cómo los administraré si los necesitamos. Verifico todos los protocolos y escribo una lista de temas a revisar.

Aparto de mis pensamientos el miedo exagerado a que el barco zozobre o a que mi litera golpee contra la cama de mi compañera de habitación en medio de la noche, como lo hace el barco, a veces con violencia, contra las olas. Me digo a mí misma que estoy segura y que lo seguiré estando.

Me vienen a la cabeza las personas con las que me encontraré en los próximos días: aquellos que emprenden un peligroso viaje para llegar hasta la percepción de seguridad que ven en Europa.

Pienso en una mujer que probablemente espere en las costas de Libia a que le llegue su turno para intentar cruzar el Mediterráneo. Quizás esté encerrada en una casa sin poder escapar. Es posible que se acuerde de la familia que dejó atrás, de quienes murieron en el camino o de los que se quedaron en Libia. Tal vez se esté curando las heridas que le infringieron en los centros de detención o que sufrió a manos de las redes de traficantes (aquellos que se supone les ‘ayudan’ en su camino a Italia, pero que, en realidad, abusan de ellos y les dan un trato inhumano). Seguramente esté aterrorizada por el viaje que le queda por delante.

Me pregunto qué sabrá sobre el viaje que está a punto de emprender. Es muy probable que no esté al corriente de que, como mujer, ocupará un lugar en el casco del barco, el emplazamiento que los pasajeros consideran más seguro pero donde el oxígeno es escaso y el calor, sofocante. Me pregunto si estará al tanto de que el pequeño navío de madera o goma en el que se embarcará desde Libia nunca podrá alcanzar Italia. Tampoco le darán suficiente comida ni agua.

Seguramente conocerá la cifra de las miles de personas que han fallecido en lo que llevamos de año persiguiendo el mismo objetivo. No me puedo imaginar lo que supone conocer esta realidad y, aun así, estar tan desesperada para tratar de hacer el viaje de todos modos.

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He leído muchas entrevistas y oído muchos relatos del equipo médico desde que subí al barco: historias de guerra, violaciones, esclavitud, encarcelamientos injustos, pobreza ineludible y falta de acceso a atención médica básica. Recapacito sobre los peligros a los que se habrá enfrentado durante su viaje y los que todavía le esperan.

Siempre me han intrigado los efectos de la guerra, la pobreza y la injusticia social sobre la población. Durante mi infancia y adolescencia, me interesaba por otras culturas y devoraba libros y libros en el metro sobre guerras, revoluciones, genocidios y movimientos de resistencia. Me fascinaban las personas que superaban enormes obstáculos para mejorar sus vidas. Sabía que esas cosas pasaban en lugares lejanos y que las guerras y las injusticias hacían estragos en todo el mundo, pero crecía sintiéndome segura y sabía que tenía suerte.

Tengo dos pasaportes que me permiten viajar con facilidad por el mundo, sin tener que preocuparme a la hora de cruzar una frontera y que me denieguen la entrada en un país. Es un privilegio atravesar el control de seguridad del aeropuerto con un par de tijeras grandes y un litro de protección solar en mi equipaje de mano – ¡Ups! – y que el guardia de seguridad me diga: «No parece una persona… que… bueno… vaya a hacer nada malo, pero intente meterlo dentro del equipaje la próxima vez». Mientras me otorga el beneficio de la duda, sé que otras tantas no tendrían esta oportunidad, y eso me hace sentir incómoda.

Soy muy consciente de que no me he ganado ese privilegio ni merezco más que otra persona. Se trata de pura casualidad. Sé que la vida no es justa, pero me niego a aceptarlo. Tengo la suerte de estar en una organización que me alienta a ayudar a las personas vulnerables. Como esa mujer que espera sentada en una playa de Libia embarcar en una patera, con una historia sin contar y unas heridas que no podré ver y mucho menos tratar.

Le deseo seguridad mientras embarca en un bote hacinado sin un chaleco salvavidas. Espero llegar a ella antes de que se hunda o se haga daño. Sé que su vida no ha debido de ser fácil y espero que conozca la bondad en su intento por cruzar el Mediterráneo y alcanzar una nueva vida.

Siento la excitación, el miedo y los nervios de mi primera travesía en el Dignity I. Mientras nuestro barco se aleja con lentitud hacia el área de rescate, me gustaría hablar con más certeza sobre su futuro, pero lo único que sé, a ciencia cierta, es que el equipo del Dignity I la estará buscando y estará preparado para ayudarla cuando la encontremos. Ojalá lo consigamos.

Conoce lo que está pasando en el Mediterráneo y colabora con MSF aquí.

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