Transparencia

La corrupción también apuesta por la 'diversidad'

La Audiencia Nacional juzga a 65 acusados, de todos los signos políticos y estratos sociales, de usar tarjetas black. Todos al unísono, todos con un mismo destino, todos por la misma causa.

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01
octubre
2016

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Si uno hubiera pasado la última década practicando el ascetismo en algún lugar remoto, desconectado de internet, el teléfono y la televisión, y el primer trozo de civilización que pisara fuera la entrada al polígono industrial de San Fernando de Henares, en Madrid, sentiría una repentina sensación de optimismo. Por allí, estos días, desfilan representantes de todos los estratos sociales imaginables: patronales, sindicatos, partidos de derechas, de izquierdas, de centro, ministros, diputados, alcaldes, concejales, empresarios, empleados, directivos… Todos al unísono, todos con un mismo destino, todos por la misma causa.

Desde el inicio de la Transición no se conocía una confraternización semejante entre sectores tan dispares. Nuestro asceta imaginario, con una sonrisa en la cara, pensaría: «Por fin. En este tiempo, todos se han puesto de acuerdo». Claro que la expresión se le iría demudando en cuanto se fijase un poco en los acontecimientos. Esa causa común no es otra que la causa abierta por la sección cuarta de lo Penal de la Audiencia Nacional -sita en el mencionado polígono- contra 65 acusados de utilizar las tarjetas black de Caja Madrid, posteriormente Bankia, con las que realizaron gastos estratosféricos y eludieron sus obligaciones con el fisco. El caso es obsceno por varios motivos. Por un lado, se empleó el dinero de una entidad recatada con dinero público para menesteres tan poco laudables como compras cuantiosas en El Corte Inglés, banquetes pantagruélicos en restaurantes de lujo, viajes a lugares exóticos e incluso alguna que otra visita a lupanares de carretera, todo incluido.

Pero el caso es más sangrante aún porque, además de provocar la esperable indignación general en una sociedad acogotada por la crisis, ha hecho mella en otro asunto que no es crematístico pero tiene aún más valor: las ideologías, algo que, hasta ahora, se consideraba un bien que ni la peor de las crisis económicas nos podía arrebatar. Ver en el mismo plano de cámara de un informativo a representantes de IU, del PP, del PSOE, de la patronal madrileña y de los dos sindicatos mayoritarios, unidos bajo el estigma del latrocinio (por poner un ejemplo, porque las combinaciones posibles son casi infinitas) pone en solfa los valores de cada uno de los televidentes, lectores o escuchantes, sea cual sea el medio por el que se informan de esta trapacería universal.

La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que un caso de corrupción haya sido capaz de reunir a sectores tan variopintos? Es indudable que aquí tenemos un ejemplo de diversidad y no discriminación, de conjunción de clases y cargos, de comunistas y defensores del libre mercado, de conservadores y progresistas. La respuesta tiene nombre de cargo: consejero.

Según definían sus propios estatutos, la Asamblea General «está constituida por las representaciones de los intereses sociales y colectivos del ámbito de actuación de la caja de ahorros». De ahí su composición multicolor: la Asamblea es una suerte de ágora en la que sus miembros deben representar el mayor abanico de intereses colectivos posible, ya que son los  salvaguardas de la correcta dirección en la gestión de los recursos de la entidad. No es el único órgano salpicado por las tarjetas black. También se beneficiaron miembros del Consejo de Administración y de la Comisión de Control, así como los directivos y los presidentes.

El fin primigenio de una caja de ahorros, supuestamente sin ánimo de lucro, es social en el territorio en el que opera, aunque actúen con criterios de mercado. Desgraciadamente, la cúpula se pasó de derrapada con el carácter mercantil de dichos «criterios». Basta atar un par de cabos para sospechar que los sucesivos presidentes y consejos de administración de Caja Madrid y Bankia utilizaron las tarjetas black para sobornar soterradamente a sus consejeros, adalides de la gestión ética convertidos en codiciosos receptores de prebendas. Llegados a este punto, es inevitable recordar la pregunta que se formulaba al principio de Watchmen, el irrepetible cómic de Alan Moore, un autor tan universal como tristemente visionario: «¿Quién vigila al vigilante?».

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