Cambio Climático

La nueva guerra es contra la contaminación

La contaminación se cobra más víctimas que la malaria, la tuberculosis y el sida juntos. En el año 2050 el 70% de la población mundial se concentrará en núcleos urbanos. ¿Cómo podemos ganarle la batalla?

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29
mayo
2016

Llevó décadas demostrar que fumar provocaba cáncer, enfermedades cardíacas e incluso la muerte, y otros tantos años más afirmar que los fumadores pasivos sufrían consecuencias similares. Pues bien, hace tiempo que llegó la hora de admitir que tenemos ante nosotros –o, más bien, sobre nosotros− una grave amenaza: la contaminación, que nos convierte a todos, sin excepción ni elección, en fumadores pasivos.

Según los últimos datos de la OMS, cerca del 23% de los fallecimientos en el mundo se producen por vivir o trabajar en ambientes poco saludables. Los factores de riesgo ambientales −como la polución del aire, el agua y el suelo, la exposición a los productos químicos, el cambio climático y la radiación ultravioleta− contribuyen a más de 100 enfermedades o traumatismos, advierte esta institución internacional en su estudio La prevención de enfermedades a través de entornos saludables. Respirar el aire de nuestras ciudades es un problema para la salud pública. El número de muertes prematuras por la contaminación podría duplicarse de aquí a 2050, cuando los núcleos urbanos pasen de albergar a la mitad de la población a acoger al 70%.

Sin perdernos en las predicciones de futuro, hoy la contaminación ambiental se cobra más víctimas que la malaria, la tuberculosis y el sida juntos. La insalubridad ambiental provoca 12,6 millones de muertes al año, es decir, es responsable directa o indirecta de una de cada cuatro muertes. Irónicamente, en la última década se ha dado un cambio de patrón: al mismo tiempo que se reducían las muertes debidas a enfermedades infecciosas como la diarrea y el paludismo, vinculadas a la mala calidad del agua, el saneamiento y la gestión de las basuras, aumentaban las provocadas por problemas ambientales. No nos alejamos, pues, de la realidad si afirmamos que la contaminación es la epidemia del siglo XXI. Y, además de un arma letal, es un inconveniente para la economía. María Neira, directora del Departamento de Salud Pública, Medio Ambiente y Determinantes Sociales de la OMS, advierte que «las enfermedades crónicas son más costosas para un país que las infecciosas».

«La contaminación es una preocupación relativamente nueva de la salud pública y el verdadero alcance del problema ha salido a la luz en los últimos diez años», declaraba recientemente el profesor Benjamin Barratt, profesor de Ciencia de Calidad del Aire del King’s College de Londres. Investigaciones como la de profesor Barratt han demostrado los fatídicos efectos que provocan en los pulmones las partículas en suspensión, el dióxido de nitrógeno (NO₂), el ozono troposférico y el dióxido de azufre (SO₂), los elementos que componen el cóctel tóxico que respiramos. Los casos de infarto, ictus y cáncer de pulmón han crecido en paralelo a los inquietantes niveles de sustancias contaminantes en las ciudades europeas.

Pero otros estudios recientes han puesto de relieve que la contaminación −hasta ahora relacionada casi exclusivamente con las enfermedades respiratorias y el asma− también impacta sobre el cerebro. «Está muy demostrado el efecto que [la contaminación] tiene sobre el aparato respiratorio y, especialmente, sobre el sistema vascular, pero se ha demostrado que también está ralentizando la actividad de nuestras neuronas», asegura Jordi Sunyer Deu, director adjunto e investigador del Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental (CREAL) de Barcelona.

El CREAL obtuvo esta conclusión después de medir los niveles de polución en 39 escuelas primarias de la ciudad. Después, examinaron el desarrollo cognitivo de los 3.000 alumnos. «Y lo que encontramos fue que los niveles de contaminación en las aulas y en los pasillos estaban relacionados con el desarrollo de las funciones cerebrales y también con los síntomas clínicos de problemas de conducta», explica Sunyer. Después de realizar un escáner del cerebro mediante resonancia magnética funcional (IRMf), los resultados preliminares mostraron que los cerebros de los niños que se encontraban en áreas de polución alta respondían más lentamente a los estímulos visuales y auditivos.

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Se ha detectado, además, que la placenta no es una barrera tan perfecta como pensábamos. «La contaminación también tiene efectos en el crecimiento prenatal (los fetos pesan menos) e incrementa el riesgo de que haya complicaciones reproductivas. También se ha asociado a varios trastornos en la madre. Después de la exposición prenatal, también hay un efecto posnatal, que se ha visto en el desarrollo neuroconductual. El cerebro está creciendo a una velocidad menor de la esperada», continúa Sunyer. La exposición a altos niveles de partículas en suspensión en las madres embarazadas y en los niños de dos años puede aumentar, incluso, el riesgo de autismo, según concluye un estudio de la Universidad de Pittsburgh publicado por Science Daily, al igual que en la vida adulta ha aumentado el número de casos de demencia, alzhéimer y parkinson.

Sunyer alerta de que cada día se fabrican nuevas sustancias sintéticas que antes no existían: «El mercurio o el plomo son sustancias de las que los romanos ya estaban altamente contaminados. Pero muchas las hemos creado nosotros. Algunas tienen una vida media larga y un papel de disruptor hormonal muy alto. Podemos encontrarlas en todos lados: en los plásticos, en los cosméticos, en la ropa, en los muebles…». Eso explica que en nuestra sangre haya 300 sustancias químicas que no tenían nuestros abuelos.

Sabemos que los niveles de contaminación se deben principalmente al tráfico de vehículos diésel. «Tenemos que librar a las ciudades de los vehículos con esos motores contaminantes. Y, para hacerlo, tenemos que cambiar la manera en la que nos transportamos; la movilidad de las ciudades tiene que transformarse», añade Sunyer. «Sin embargo, a nivel mundial, el factor ambiental más dañino es la contaminación que se origina en el hogar de las víctimas». El investigador se refiere a la contaminación que provoca el cocinar con carbón, madera o biomasa en las casas, una práctica ya extinguida en los países industrializados, pero muy común en las zonas rurales de Asia y África: casi tres millones de personas en el mundo utilizan combustibles sólidos contaminantes para cocinar.

El problema es especialmente grave en los países emergentes como China o India, en los que hay que añadir la polución industrial derivada de las fábricas, las centrales de carbón o la quema de madera. Kirk Smith, catedrático de la Universidad de California (Estados Unidos), lleva 40 años estudiando los efectos de cocinar con carbón y afirma que «encender un fuego así en la cocina es como quemar 400 cigarrillos por hora». Un hogar con una estufa de carbón sucia puede alcanzar los 2.000 o 3.000 microgramos por metro cúbico de partículas, es decir, entre 200 y 300 veces más de la media diaria que recomienda la OMS.

La explosión demográfica y el ritmo de urbanización anuncian un futuro en el que abundan las megalópolis y las grandes conurbaciones. No podemos dar la espalda a la revolución del transporte sostenible y a la transición hacia las energías renovables. De ser así, la contaminación nos envolverá en una nube de smog que no dejará títere con cabeza. Estamos en la cuerda floja. Algunas voces hablan ya de la sexta gran extinción. Otras, como la de Jordi Sunyer, prefieren no alentar el catastrofismo: «Que la especie deje de ser capaz de procrearse es un mito. Los datos no confirman que pueda darse una disminución de la fertilidad que impida la regeneración de la especie. Aunque es cierto que la viabilidad de los espermatozoides ha disminuido, la esperanza de vida sigue aumentando. Es indudable, eso sí, que nos enfrentamos a uno de los problemas más graves de la humanidad».

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