Derechos Humanos

Justicia alimentaria: sembrando alianzas

La erradicación del hambre y la lucha contra la malnutrición pasan por fomentar una producción y una alimentación sostenibles.

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25
mayo
2015

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Más de 850 millones de personas en el mundo pasan hambre mientras más de 1.500 padecen sobrepeso. Una ecuación difícil de asumir, sobre todo si tenemos en cuenta que millones de toneladas de alimentos terminan en los contenedores de basura. «¿Cómo podemos tolerarlo?», se pregunta el sociólogo Carlo Petrini, fundador del movimiento internacional Slow Food. «Está claro que el sistema alimentario ha tocado fondo. Es urgente cambiarlo, pero la labor es más ardua. Lo que necesitamos es un cambio de paradigma, evolucionar hacia un modelo que respete la biodiversidad y la gestión de la tierra», continúa. La propia directora de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chan, afirmaba recientemente que «el sistema alimentario no funciona mejor por la dependencia que existe de la producción industrial, que es cada vez menos cara y peor para la salud». De hecho, la mala alimentación es el principal problema de salud en España, que se ha erigido como el primer país europeo y segundo del mundo en tasas de obesidad infantil.

Casi la mitad de la población española mayor de 18 años tiene el colesterol LDL (conocido como colesterol malo) elevado, y la mitad de ellos lo desconoce. La hipertensión también representa una señal de alarma entre los ciudadanos. Según datos del último informe Enrica (Estudio de Nutrición y Riesgo Cardiovascular en España), uno de cada tres españoles es hipertenso y sólo el 20% de ellos tiene la presión arterial controlada. El lanzamiento de alimentos funcionales al mercado revela que la industria también puede, y debe, tomar partido, innovando en productos que mejoren la salud del consumidor o que contribuyan a prevenir enfermedades. «Un claro ejemplo lo constituyen los productos enriquecidos con esteroles vegetales, los cuales han demostrado reducir activamente el colesterol LDL en un plazo de 2 ó 3 semanas cuando se consumen en cantidades suficientes», apunta Ana Palencia, directora de Comunicación Corporativa de Unilever España. Entre los productos enriquecidos con esteroles vegetales destacan las margarinas, que constituyen una alternativa a los aceites.

Está científicamente contrastado que, en los países industrializados, consumir en exceso determinados nutrientes deviene en un desequilibrio alimentario que está asociado a un mayor riesgo de obesidad y enfermedades crónicas no transmisibles como la diabetes, la hipertensión arterial, la caries dental, enfermedades cardiovasculares y ciertos tipos de cáncer. Nutrientes como los ácidos grasos saturados y trans, los azúcares y la sal están asociados al aumento del riesgo de padecer dichas enfermedades. Así lo indica Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria Global, que cree que «de todos estos nutrientes, el que más se ha escabullido a los sistemas de control es el azúcar».

En el caso de los transgénicos aumenta la incertidumbre. Algunos estudios ensalzan sus ventajas, tanto para el organismo como para la industria alimenticia; no obstante, con el paso del tiempo, se han observado diversos riesgos sobre la salud, como el aumento de la toxicidad, la acentuación de alergias o la propagación de resistencias a los antibióticos. Para Henk Hobbelink, quien cofundara en 1990 la organización Genetic Resources Action International (Grain), «el verdadero debate sobre los transgénicos no es acerca de sus efectos en la salud de las personas. Lo fundamental es observar qué cultivos son y dónde están. El 80% son de cuatro productos: maíz, soja, algodón y colza. Están en cuatro países: Estados Unidos, Canadá, Brasil y Argentina. Y cinco corporaciones controlan el 75% de las patentes». Los transgénicos no sólo sirven al sector de la alimentación. Hobbelink pone el ejemplo de Argentina, donde la mitad de toda la tierra agrícola cultivada se dedica a la soja transgénica, que se emplea para producir piensos, para usos industriales y para agrocombustibles, «un uso que tiene peores consecuencias para el medio ambiente que el petróleo».

Cambio climático 

Según el panel internacional sobre cambio climático IPCC, el 40% de las emisiones de gases de efecto invernadero son consecuencia directa de nuestro actual sistema alimentario, abarcando todo el proceso: desde la producción agrícola con el uso de maquinaria y de fertilizantes al impacto sobre el suelo que conlleva la deforestación; más la huella de carbono del comercio derivada del transporte y la distribución en grandes supermercados, el empaquetamiento o la refrigeración de los alimentos. Un dato significativo es que casi el 30% de los camiones que circulan por Estados Unidos transporta alimentos.

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«Frente a ello, es urgente la activación de nuevas políticas que tengan como objetivo la apuesta decidida por un modelo que priorice la agricultura y ganadería familiar y los sistemas de canales cortos de comercialización, que sin duda revitalizarán el tejido social y productivo del entorno rural», defiende Guzmán. También alerta sobre la caída de casi el 40% en el número de explotaciones agrícolas que se ha producido en España durante los últimos seis años, según los datos recogidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE), «lo que ha provocado además un déficit insostenible en tasas de relevo generacional en el sector primario: sólo un 10% de los agricultores tiene menos de 40 años», explica.

La industria de la alimentación es, en esencia, una de las actividades con mayor repercusión social, además de económica. Por ello resulta tan complejo como poco útil  desvincularla del negocio, del conocimiento, de la formación, de la innovación y de la adopción de nuevas tendencias en gustos o productos. Lo que no exime al sector privado de su enorme responsabilidad en términos de sostenibilidad, de redistribución y de precios justos. Ana Palencia, de Unilever, nos explica que se han puesto como objetivo obtener el 100% de sus materias primas agrícolas de forma sostenible y mejorar los medios de vida de millones de personas a través del empoderamiento. Su marca Knorr ha puesto en marcha el primer campo de agricultura sostenible a gran escala en España, junto a uno de sus principales proveedores, Agraz, líder mundial en la producción de tomate en polvo. Para garantizar la continuidad de las prácticas sostenibles, comprueban que se desarrolle según determina su Código de Agricultura Sostenible, que se basa en 11 indicadores, entre los que destacan el respeto por un trabajo digno de los agricultores, la sostenibilidad de la tierra o la reducción del consumo de agua, pesticidas o fertilizantes. A través de este proyecto, hay una previsión de recogida para la próxima temporada de 185.000 toneladas de tomate sostenible.

Despilfarro 

Cada año una tercera parte de la producción mundial de alimentos para consumo humano se pierde en la cadena que se inicia en las explotaciones agropecuarias, pasa por las plantas de procesado, los mercados al por mayor y los comercios minoristas, y que finalmente llega a nuestra mesa. Todo esto significa 1.300 millones de toneladas anuales, suficientes para alimentar a 3.000 millones de personas, según la FAO. Además, a causa de los deficientes sistemas de almacenamiento y transporte, los alimentos no pueden hacer frente a enemigos como el moho o los insectos. Sin sistemas de refrigeración, los productos lácteos se agrian y el pescado se pudre; sin la capacidad de encurtir, enlatar, curar o embotellar, los excedentes de los productos perecederos no pueden conservarse por mucho tiempo.

¿Y dónde queda el papel de los consumidores? En opinión de Hobbelink, «se registran dos tipos de respuesta por parte de los consumidores en las sociedades ricas: unos se vuelcan directamente a adquirir el producto más barato, y por tanto más industrial y más químico. Otros se plantean cómo pueden comer mejor sin consumir tantos productos de origen industrial». Ana Palencia pone el foco en un consumo con conciencia: «El consumidor puede intervenir para reducir la comida sobrante y el coste que ello comporta», señala la directiva de Unilever, que ha lanzado una guía junto con el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente con más de 50 consejos para impulsar un consumo más responsable de la comida. «Para  poner freno al desperdicio de alimentos debemos trabajar juntos todos los grupos de interés: administraciones, empresas, organizaciones no gubernamentales, proveedores, clientes y consumidores», concluye.

El pequeño agricultor 

La organización Biofoods representa otro ejemplo de lucha por los derechos de los pequeños agricultores, en este caso, de Sri Lanka, el tercer exportador de té a nivel mundial. El proyecto comenzó en 1993 en granjas muy pequeñas, eliminando los intermediarios y estableciendo un precio mínimo sobre los costes de producción y los márgenes de beneficio. Todo el proceso de producción, recolección, tratamiento y distribución del té se realiza bajo los cánones que establece el comercio justo y con unos controles de calidad muy rigurosos, señalan desde la organización.

Desde 2008, por primera vez en la historia de la humanidad la mayor parte de la población vive en ciudades. Por lo que la agricultura urbana también podría alzarse como una manera de responder a la concentración humana, hacia una producción más ecológica, sana y local. Como apunta Chris Johns, jefe de contenidos de la revista National Geographic, «al igual que sucede con todos los recursos necesarios para la vida –agua, aire, energía–, debemos hallar un equilibrio entre necesidad y sostenibilidad, entre nuestras obligaciones para con la humanidad».

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