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El management del III Reich

¿Cómo un pueblo aparentemente civilizado llegó a convertirse en una máquina de matar? ¿Cómo fue diseñada la cultura de la organización nazi?

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17
mayo
2014

Tres son los personajes que sobresalen en el dudoso mérito de haber cometido, o mejor ordenado cometer, mayor número de crímenes. La palma se la lleva Mao, con unos 70 millones de asesinados. Le sigue Stalin, con unos 60 millones. El tercero en este sanguinario ranking es Hitler, con unos 50 millones.

A lo largo de los años en los que he estado embarcado en la preparación del libro El Managament del III Reich (LID Editorial) me he cuestionado en numerosas ocasiones si merecía la pena dedicar cientos de horas al estudio del régimen nazi. La respuesta ha sido positiva. El motivo: mi necesidad intelectual de entender cómo un pueblo aparentemente civilizado llegó a convertirse en una máquina de matar.

He procurado contemplar los hechos desde una pluralidad de ángulos, remitiéndome siempre al sistema de gobierno que empleó el cabo austriaco para llevar adelante su obra. A lo largo de cuarenta capítulos desgrano aspectos que van desde cómo fue posible que un artista fracasado llegase a la cima del poder en Alemania, hasta las claves que empleaba en el proceso de selección de sus colaboradores.

La realidad, también en este caso, no es simple. Se multiplican las perspectivas y las explicaciones de ese imperio del mal que fue desde sus orígenes el partido nacional-socialista.

Hitler se empeñó en diseñar un modelo que explicara el universo. En ese paradigma (Weltanschauung) debía entrar todo: la estructura del Estado, la religión, la economía, las razas, la geografía, la empresa, el sentido de la vida,  o el estilo de gobierno. Le sucedió que, al igual que a cualquier otro sistema que trate de reelaborar la realidad sin respetar aspectos basilares, acabó perjudicando gravemente a quienes se vieron sometidos.

Hitler nutrió la fatua osadía de creer ciegamente en sí mismo, y a la vez de alimentar una voluntad inflexible. El III Reich es la conversión en hechos de bosquejos elaborados por un enfermo que dispuso del señorío para aplicar teorías enloquecidas.

¿Qué había detrás de Hitler? Una ideología en la que desembocaban dos afluentes, reflejados en el nombre del partido: el nacionalismo y el socialismo.

Hitler fue una nacionalista obsesivo. Sólo por excepción se distancia el nacionalismo del racismo. El frustrado austriaco consideraba inferiores a los no arios. Resulta estólido que alguien por haber nacido o residido en determinado lugar se considere con derecho a menospreciar a los demás. El racismo-nacionalista es una enfermedad ligada a un sentimentalismo con insuficiente claridad intelectual. Se difunde gracias a un reducido grupo de personas que navegan, camino del enriquecimiento personal, sobre la bobería de quienes les ensalzan. La teoría de la raza dominante (Herrenvolk) propia de todo nacionalismo fue punta de lanza de Hitler para conquistar el poder y luego mantenerse en él.

Como buen nacionalista, Hitler enredó con el truco del agravio. El nacionalista enarbola con destreza la denuncia de supuestos ultrajes. Una ensortijada imaginación encontrará provocación donde aletea sentido común o… nada. La mismísima despreocupación de otros por extemporáneas reclamaciones será denunciada por el nacionalista como menosprecio. Los vericuetos de la fantasía racista son incalculables e impenetrables.

“El nacionalismo –explicaba Hitler en una entrevista- no tiene como base de sus puntos de vista al individuo o la humanidad. Pone conscientemente en el centro mismo de todo su pensamiento el Volk [el pueblo]. Este Volk representa la entidad condicionada por la sangre en la cual ve la piedra angular de la sociedad humana deseada por Dios. El individuo es transitorio, el Volk es permanente. Si el Weltanschauung liberal en su deificación del individuo lleva a la destrucción del Volk, el nacionalsocialismo, por su parte, desea salvar el Volk, aun a costa del individuo. Es esencial que el individuo llegue a percibir lentamente que su propio yo no tiene importancia cuando se compara con la existencia de todo el pueblo. Pero sobre todo debe darse cuenta de que la libertad de la mente y la voluntad de una nación deben ser valorados más altos que la libertad individual de la mente y de la voluntad”.

En Alemania, el nacionalismo fue agitado, paradójicamente, por quien ni siquiera nació en el terruño. ¡Un austriaco avivaba una frenética emoción en un país que no era el suyo y que hasta 1870 ni siquiera existía! Manoseó sentimientos y conjeturadas injurias para justificar sus ínfulas.

Hitler hurgó arteramente en fogosidades y reconcomios. Procuró por todos los medios que los jóvenes alemanes se impregnasen desde la pubertad con esas doctrinas envilecidas. Se lee en un libro infantil alemán impreso en 1936: “el diablo es el padre del judío. Cuando Dios creó el mundo, inventó las razas: los indios, los negros, los chinos. También la maligna criatura llamada el judío”.

Hitler se consideraba, paralelamente, el definitivo aplicador del marxismo. No sólo no se presentaba como opositor, sino como el conspicuo implantador de ese régimen en el que lo único relevante es el colectivo denominado Volk que tantas veces empleó el Führer como excusa para perpetrar abusos. Explicaba: “el nacionalsocialismo es lo que el marxismo hubiese podido ser si se hubiese desligado de la unión absurda, artificiosa, con una ordenación democrática”

Su socialismo no fue el de la propiedad sobre los bienes, sino la relación que cualquier ciudadano ha de establecer con el Estado. Hitler socializaba personas, no propiedades. Sus perniciosas ideas quedaron ocultas en los albores por una aparente eficacia. Posteriormente, como en tantos otros, se cumplió el adagio: la técnica sin ética acaba por tornarse perversa. Millones de seres humanos pagaron con la vida la veracidad de ese apotegma.

 

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