Educación

Reflexiones en torno a la enseñanza en España

El profesor Enrique Castaños analiza a las sombras a las que en España se enfrenta un sistema educativo abocado a un progresivo desmantelamiento de los contenidos culturales y del verdadero conocimiento.

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07
noviembre
2011

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El problema de la enseñanza en España (que ahora se llama Educación Secundaria) es muy complejo y en realidad tiene unas raíces y causas históricas profundas. No hace falta, para este breve comentario, remontarse más allá de lo que pensaban nuestros ilustrados del siglo XVIII, como Jovellanos, Olavide, Floridablanca o Feijoo. Ellos comprendieron con meridiana claridad que el problema fundamental de nuestro país, además de la carencia de industria y de las deficiencias en las infraestructuras, era la falta de instrucción de la población, un analfabetismo que apenas tenía parangón en Europa y del que da debida cuenta José Blanco White en sus magistrales Cartas de España de principios del siglo XIX. Joaquín Costa y los regeneracionistas de finales de esa centuria incidieron notablemente sobre el problema, hasta el punto de que Costa, como es bien sabido, resumía el problema básico español en la necesidad de «Escuela, escuela, escuela». La Segunda República, por factores asimismo muy complejos, fracasó en sus propósitos, si bien hubo un buen comienzo en poner en práctica las ideas liberales y progresistas de Francisco Giner de los Ríos y de la Institución Libre de Enseñanza, intentando crear una minoría intelectual selecta, europeizante, cosmopolita y amante de la investigación científica rigurosa. Ortega y Gasset, ya advierte en su temprano ensayo España invertebrada (1921), que uno de los problemas capitales de España es la falta de respeto y de consideración hacia esa minoría selecta, hacia un núcleo dirigente capacitado y bien formado, que no fuese obstaculizado en sus planes de reforma. Todo lo contrario de Inglaterra. El régimen de Franco devaluó la cultura, pero los pocos estudiantes de bachillerato existentes tenían que enfrentarse a unas pruebas que eran iguales en toda España y donde había un nivel de exigencia importante. Por supuesto que se trataba de una minoría, pues la mayor parte aprendía un oficio. Pero lo más sangrante de este endémico problema que no somos capaces de resolver, es que los Gobiernos democráticos desde 1977, y especialmente desde 1982, aunque es cierto que se ha extendido la educación a capas muchísimo más amplias, ha supuesto también un progresivo desmantelamiento de los contenidos culturales, del verdadero conocimiento, que no tiene por qué tener una utilidad inmediata, ya que su fin esencial es el cultivo del espíritu y la formación intelectual y moral del individuo.

En los últimos treinta años hemos asistido a la aparición, alarmante en el último decenio, de un nuevo tipo de analfabetismo, un analfabetismo que cualquier profesor de Instituto que tenga más de cincuenta años, además de tener dificultades para comprenderlo sociológica y antropológicamente, es de una intensidad inaudita. Es un analfabetismo funcional tan profundo y generalizado que en vez de causar espanto, hace que el profesor que ama la alta cultura se refugie en su vida privada, aunque, eso sí, trate siempre de dar con la mayor dignidad sus clases. Se ha corrompido la idea de esfuerzo, de excelencia, de disciplina en el estudio, que han sido sustituidas por una estúpida teoría pedagógica basada en que el estudio es esencialmente un juego, pero en el sentido frívolo y vulgar de juego. Por supuesto que es un juego, pero un juego como el que practicaba José Knecht en El juego de los abalorios de Hermann Hesse en la mítica Castalia, esto es, un juego en el que intervienen todas las potencias intelectuales y donde la lectura de los grandes libros que han educado a la humanidad deberían ser de lectura obligada. El estudio de la Filosofía, del Derecho, del Arte, de la Historia, de la Literatura, de la Lengua, de la Física y de las Matemáticas son imprescindibles, pero para todos. Hay que leer a los clásicos, a los verdaderos clásicos, y no a pseudoescritores de pacotilla. Toda esto ha desaparecido de los Institutos. El problema viene de más abajo, de la Primaria, aunque en realidad se trata de una formidable crisis de valores morales y espirituales en la que la herencia de la Antigüedad, el Cristianismo, el Humanismo, la Ilustración, el Romanticismo, el Idealismo y el Historicismo o la Hermenéutica han sido sustituidos por la vulgaridad y la esterilidad más obscenas. Para qué mayor prueba si lo que de verdad distingue a Occidente, la metafísica, la ciencia experimental y la democracia representativa, todos ellos inventados por Grecia, sirven casi de mofa y de escarnio. En vez de indignarse, haga usted por mejorar la democracia parlamentaria, pues no hay otra alternativa. El hombre es un ser perfectible, pero con moderación, equilibrio y sentido común, sin extremismos ni igualitarismos de ninguna clase, ya que como decía Hölderlin, «siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno», y esto desde la primera utopía, La República de Platón.

En fin, estas líneas, que han surgido a vuelapluma, no son más que un desahogo deslavazado y completamente improvisado, sin mayores pretensiones.

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